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Victor Hugo: Prefacio de mis obras y posdata de mi vida

Victor Hugo

Prefacio de mis obras y posdata de mi vida

 

 

 

Al igual que el inmemorial Júpiter de la isla de Egina, el poeta tiene una mirada triple: observación, imaginación, intuición. La observación se aplica especialmente a la humanidad, la imaginación a la naturaleza, la intuición a lo sobrenatural. Gracias a la imaginación, el poeta es filósofo y puede ser legislador; por medio de la imaginación es mago, y creador; la intuición lo hace clérigo y, quizá, revelador. Revelador de hechos, es profeta; revelador de ideas, es apóstol. Isaías, en el primer caso; San Pablo en el segundo.

Este triple poder, que es inherente al genio, es decir, a la inteligencia humana sublimada, el hombre lo ha transferido a Dios empleando la más natural de las ilusiones ópticas. De ahí proviene la trimurti, que antecedió al triagma; el cual precedió a la triada, descendente de la trinidad. De ahí el triángulo místico e inmemorial que se veneró en Delfos, en Sarepta, en Teglat-Falasar, tallado en el Gran Sepulcro, esculpido hace 4 mil años en lo más recóndito de la India, en las desafiantes entrañas de aquella sierra donde se cavaron pagodas, triángulo que encontramos en Palenque después de haberlo visto en Benarés. Pero los fundadores de religiones se confundieron, la analogía no siempre es lógica, el genio puede ser trinidad sin que Dios tenga que soportar esa limitación. Bossuet se equivoca, sólo es grande el ser humano. Dios no es grande; es infinito. Lo grande supone una medición posible. Primero, segundo, tercero… lo ilimitado no sabe de eso. A lo absoluto no lo acota el número ni la extensión. Inteligencia, fortaleza, amor; intuición, imaginación, observación; No es Dios, es el ser humano. Dios es eso y todo lo demás. Dios posee una cantidad infinita de poderes infinitos. ¡Qué extraños son ustedes al intentar contar a Dios con los dedos de la mano!

Puede afirmarse, filosófica y científicamente, que quien cree en la trinidad no cree en Dios.

¡Qué idea piensan que pueda tener de Dios, qué noción quieren que tenga de Dios el hombre, el sacerdote que —como el jesuita Sollier—, por ejemplo: escribió: «¡Por encima de Ignacio de Loyola sólo están los papas como San Pedro, las emperatrices como María, madre de Jesús, y algunos monarcas como Dios Padre y Dios Hijo!»

Cosa inaudita, lo exterior sólo lo podemos apreciar mirando hacia dentro de nosotros. El hondo espejo oscuro está en lo profundo del ser humano. Ahí se halla el terrible claroscuro. Los objetos que se reflejan en el alma son más vertiginosos que si los viéramos directamente. Es más que imagen, es simulacro, y en el simulacro hay espectros. Ese complicado reflejo de la penumbra es una extensión de la realidad. Al asomarnos a ese pozo, a nuestro espíritu, percibimos en una lejanía abismal, en un círculo estrecho, el inmenso mundo. Visto así, el mundo es sobrenatural y al mismo tiempo humano, verdadero y, al mismo tiempo, divino. Nuestra conciencia parece estar de guardia en esa oscuridad para explicarla.

Eso es lo que se suele llamar intuición.

Humanidad, naturaleza, sobrenaturalidad. A decir verdad, esos tres niveles de hechos son tres aspectos diferentes del mismo fenómeno. La humanidad de la que formamos parte, la naturaleza que nos envuelve, lo sobrenatural que nos encierra esperando liberarnos, son tres esferas concéntricas con una misma alma, Dios.

Estas tres esferas, ya que estas son la vasta amalgama, se penetran y se fusionan, y son la unidad. Un prodigio entra en el otro. Una de estas esferas no tiene un radio que no sea, a su vez, el vástago o la extensión del radio de la otra esfera. Las distinguimos porque nuestra comprensión, siendo sucesiva, necesita ejercer esta división. Concebir todo a la vez, eso no es algo posible para nosotros. La inconmensurable síntesis cósmica nos sobrecoge y nos abruma.

Los más grandes genios, tanto las inteligencias enciclopédicas como los espíritus épicos, lo mismo Aristóteles que Homero, Bacon al igual que Shakespeare, detallan el conjunto para hacerlo comprensible y recurren a las oposiciones, a los contrastes, a las antinomias. Éste, por cierto, es el proceder propio de la naturaleza, que emplea la noche para que sintamos mejor el día. Hobbes decía: la disección hace al cirujano, el análisis hace al filósofo, la antítesis es el gran órgano de la síntesis; es la antítesis la que hace la luz. En ello estriba nuestra distinción entre humanidad, naturaleza y sobrenaturalidad; pero, en realidad, son tres identidades, y lo que pertenece a una pertenece a la otra. ¿Qué es la humanidad? Es la parte de la naturaleza inserta en nuestro organismo. ¿Y qué es lo sobrenatural? Es la parte de la naturaleza que escapa al control de nuestros órganos. La sobrenaturalidad es la naturaleza demasiado lejos.

Entre la observación que mira al hombre y la intuición que mira lo sobrenatural, existe la misma diferencia que entre escrutar y sondear.

Pero explicar la naturaleza no significa limitarla; clasificación y negación son dos cosas distintas. No debe haber demasiado , ni demasiado no. La idolatría es la fuerza centrípeta; el nihilismo es la fuerza centrífuga. El equilibrio entre ambas fuerzas es la filosofía.

Resulta extraño que la idolatría y el nihilismo coincidan en un punto, la limitación de la naturaleza.

Las religiones, en esta época no muy avanzada de la raza humana en la que nos encontramos, son todavía jóvenes. No nos equivoquemos, creer es una ciencia que equivale a tener sed. Creemos por instinto, es decir, lógicamente. Las religiones son parte de la civilización, y tanto para las religiones como para todo lo demás, existe una infancia. Ese término es una buena medida. Y en la era en que nos hallamos, las religiones aún son ignorantes. No les traigamos nueva luz; su dios es fallido. Ellas crearon su Dios. Y no quieren otros. Su Dios ya está hecho. Visto así, el resultado es singular.

En las religiones, lo que hace falta es la esencia misma de la fe, es el sentimiento mismo de infinito, lo que falta a las religiones es justo la religión. Lo ilimitado es toda la religión. La fe es lo indefinido en lo definido. Ahora bien, insistimos en que, en la humanidad, tal como es todavía, el carácter de las religiones es la ausencia de infinito. Hablan del cielo, pero le hacen un templo, un palacio, una ciudad. Se llama Olimpo, se llama Sión. Para las religiones, el cielo tiene torres, el cielo tiene domos, el cielo tiene jardines, el cielo tiene escaleras, el cielo tiene una puerta y un portero. Las llaves están confiadas por Brahma a Bhawani; por Alá a Abubeker, y por Jehová a San Pedro. Demogorgón, sobre los volcanes, toma un puñado de lava incandescente y lo avienta por los aires, esto forma los astros. El cielo es una montaña; el cielo es un cristal; la Tierra es el centro del universo; Josué detiene el sol. Circe hace retroceder la luna; la Vía Láctea es un chorro de gotas de leche; las estrellas caerán.

En cuanto a ese ser, el Eterno, el Increado, el Perfecto, el Poderoso, el Inmanente, el Permanente, el Absoluto, es un anciano de barba blanca, es un joven con aureola; es padre, es hijo, es hombre, es animal; vaca para unos, cordero para otros; acá, paloma; allá, elefante. Tiene boca, ojos, orejas; hemos visto su rostro. En cuanto a sus facultades, se admite que son infinitas, pero, como acabamos de evocar, sólo se le atribuyen tres; con esa cifra aceptamos lo infinito que retomamos en cuanto a extensión y sin darnos cuenta de que, si el ser absoluto tiene un nombre, este no es Trinidad; es infinidad. Ese ser es irritable, apasionado, celoso, se venga, se cansa, descansa, precisa del domingo, vive en un lugar, está aquí y no allá. Es el Dios de los ejércitos, es el Dios de los ingleses, no el de los franceses; es el Dios de los franceses, no el de los austriacos. Tiene una madre; hay reyes que prometen a Nuestra Señora de Embrun una tiara bermellón por miedo de que ella pudiera enojarse del manto de brocado de oro que le regalaron a Nuestra Señora de Tour. Dios tiene una apariencia, se le esculpe, se le pinta, se le bruñe, se le enriquece con diamantes. Se le bebe y se le traga. Se le rodea con una frontera de dogmas. Cada culto lo mete en un libro; se le prohíbe ir a otra parte. El Talmud es su estuche, el Avesta su envase, el Corán su funda, la Biblia su caja. Tiene broches, los sacerdotes lo guardan en un envoltorio. Sólo ellos tienen el derecho de tocar. De vez en cuando, lo toman en sus manos y nos lo dejan ver, en eso consiste su carácter ilimitado. Todas la religiones, antiguas y modernas, se esfuerzan por terminar a Dios.

¿Por qué?

Es que un Dios finito es un Dios cómodo. Aquello que irradia en todas las religiones no es fácil de manejar. Metan entonces el sol en un ostensorio.

Dios, incomprensible para el erudito, es ininteligible para el ignorante. El infinito tener un yo, eso no es cosa pequeña de imaginar. Hay en esta noción metafísica un exceso de gravedad para la inteligencia humana. Facilitar la fe es el trabajo de las religiones. Esto se obtiene a expensas del ideal. Administrar a Dios es el problema a resolver. El paganismo divide a Dios en deidades, el cristianismo lo divide en sacramentos. Las religiones son dadas por Dios al hombre por bocados. Hacer que Dios sea comestible es un éxito.

El Mundo del Alma, hagan comprender esta prodigiosa abstracción a la gran multitud ignorante, y útilmente ignorante para algunos. Un Júpiter de mármol o un Sabaot de bronce, eso es algo visible. Se dice que sólo creemos cuanto vemos, esta falsa verdad es el punto de partida tanto de la idolatría como del ateísmo. Hagan una estatua de cualquier tipo. Una vez que la estatua es adorada, una vez que su pedestal es un altar, pongan entonces el ejemplo, póstrense; no queda más que un trabajo por hacer, que un acto a cumplir, el de persuadir a esta honesta masa de hombres de que esta piedra o este bronce es el Eterno y el Infinito. Menuda empresa para convencer a la multitud; basta con asustarla. Un milagro o dos hará el resto.

Nada quedará entonces fuera del Veda; nada, fuera del Toledot Yeshu, del Corán, del Génesis, fuera de los médicos, de los profetas y de los evangelistas; y si Dios se llegase a desbordar, lo recortaremos. Fue en el nombre de Moisés que Belarmino tundió a Galileo, y este gran divulgador del gran investigador Copérnico, Galileo, el viejo de la verdad, el mago del cielo, se redujo a repetir de rodillas, palabra por palabra, después del inquisidor, esta fórmula de la vergüenza: «Con corazón sincero y verdadera fe, abjuro, maldigo y repudio los errores y las herejías afirmados por mí anteriormente». La mentira puso a la ciencia en el gorro de un asno. Galileo se inclinó ante la ortodoxia; Campanella no. La inquisición puso a Tommaso Campanella en prisión por veintisiete años y lo enfrentó a la pregunta siete veces con una tortura que duraba un día entero. ¿Cuál fue su atentado? Haber afirmado que el número de las estrellas es infinito. Así pues, ante las estrellas, las religiones llegan a una conclusión: que el infinito es un crimen.

Para el nihilismo, el infinito no es criminal; es ridículo. Se escuchó muy recientemente en plena academia científica esta arenga característica: “parémonos aquí, porque caeríamos en las puerilidades del infinito”. Y esta otra: “esto no es serio, es religión”. Y esta: “los pensadores rechazan el sobrenaturalismo”.

Entonces aquí tenemos la ciencia, por lo menos cierta ciencia académica y oficial, tan miope como la idolatría. La ciencia de Estado da la réplica a la religión de Estado. Retrocede, ella también, ante el infinito. Estas disminuciones no desagradan al maestro. Donde hay senados, también está la ciencia. Hacer del universo sustancia y bloque, hacer del gran Todo un simple agregado de moléculas sin mezcla de ningún ingrediente moral y, en consecuencia, desembocar en que la fuerza es el deber, lo que lleva a esta otra consecuencia, que el gozo es el deber, encoger al ser humano al tamaño de una bestia, rebajarle toda altura a su alma disminuida, hacer de él un objeto común, todo ello para en seco suprimir muchas declamaciones acerca de la dignidad humana, la libertad humana, la inviolabilidad humana, el espíritu humano, etc., y volver más manejable ese montón de materia. La autoridad de acá abajo, la falsa, gana todo lo que pierde la autoridad de allá arriba, la verdadera. Ya no hay infinito, por ello, no hay ideal; ya no hay ideal, por ello, no hay progreso; ya no hay progreso, por ello, ya no hay movimiento. Resultado, inmovilidad. Statu quo, estanque; En eso consiste el orden.

Algo está podrido en ese orden.

El ser humano quiere ser algo que fluye. La libertad es algo maravilloso, es salud. Un borboteo, un murmullo, una pendiente, un trayecto, un objetivo, una voluntad, sin eso no hay vida. Sólo una rápida descomposición. Ustedes se pondrán fétidos y trasmitirán su peste a los demás. El despotismo es un miasmático. Librarse de él es desinfectarse. Seguir adelante es sanearse.

Sin embargo, no falta quien lleva su gusto por la tranquilidad hasta el punto de admirar una civilización asentada entre pantanos.

El alma del hombre es una inquietud; el infinito fuera del hombre es un llamado. El infinito se abre, el alma entra. Entrar es andar, entrar es volar; entrar es flotar. ¿Qué es todo eso? Es desorden. Pregunta a la jaula lo que piensa del ala. La jaula responderá: el ala es la rebelión.

Quitar el ala es cortar el alma. Quitar el infinito es suprimir el campo. La tranquilidad queda restablecida. Si en el ser humano no hay algo más que la bestia, pronuncie sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano. Estas palabras: Derechos de la vaca, del asno, derechos de la ostra, sonarán igual. Eso es algo que los déspotas desean.

La ciencia académica y oficial fue la primera que rechazó en bloque todas las partes de la naturaleza que nuestros sentidos no detectan y que, por ello, desconciertan la observación, esta ciencia fue la que inventó la palabra ‘sobrenaturalidad’. Nosotros adoptamos esta palabra, es útil para poder distinguir, ya la hemos usado y la seguiremos utilizando, pero, para hablar con propiedad y con términos exactos. Digámoslo de una vez por todas, esa palabra está vacía. No existe el sobrenaturalismo. Sólo existe la naturaleza. La naturaleza existe por sí misma y lo contiene todo. Todo es. Hay la parte de la naturaleza que nosotros percibimos, y hay la parte de la naturaleza que no percibimos. El dios Pan tiene un lado visible y un lado invisible.

Se sospecha de la inducción y de la intuición: la inducción, el gran órgano de la lógica; la intuición, el gran órgano de la conciencia. Admitir solamente lo palpable y lo visible se califica como observación. Es eliminación, y nada más que eso. Y, quién sabe, también eliminación de lo real. Pura pérdida de tiempo. Por más que ustedes espesen la ignorancia voluntaria en la ciencia posible, el trabajo sublime del tercer grado empuja, inevitablemente, hacia delante el conocimiento humano. El azar, dedo indicador de la providencia, siempre se entromete. Una manzana frente a Newton, una olla humea frente a Denis Papin, una hoja de papel en llamas revolotea ante Montgolfier. A intervalos, surge un descubrimiento, como una detonación en las profundidades de la ciencia y todo un muro de prejuicios e ilusiones se desploma y en un segundo la rugosa piedra de la verdad queda al descubierto.

¡Sobrenaturalismo! Con eso creen haberlo dicho todo. Resulta curioso voltear y echar un vistazo hacia atrás. Durante mucho tiempo, la electricidad formó parte del sobrenaturalismo. Se requirieron los múltiples experimentos de Clairaut para que fuera aceptada en el registro civil de la ciencia correcta. La electricidad hoy está por todas partes y da réditos a los académicos. El galvanismo recorrió la misma ruta; primero fue motivo de escarnio y se lo tildó de infantilismo, como demuestran los cinco documentos que Galvani envió a Spallanzani; tiene poco tiempo de estar aceptado. Todos se burlaban de la pila de Volta. Ahora todos la aceptan. El magnetismo todavía está en el umbral; una mitad está en la ciencia artificial, y la otra en el sobrenaturalismo. El barco de vapor era pueril en 1816. El telégrafo eléctrico comenzó siendo “poco serio”.

Digámoslo, porque en estas páginas sinceras no caben favores, y sólo estamos al servicio de la verdad. En nuestros días cierto espíritu científico no es menos estrecho que el espíritu religioso. El error cambia de piel, pero sigue siendo error; era fetichismo, se ha vuelto idolatría; era ateísmo, se ha vuelto nihilismo. ¡Cuántos progresos todavía por alcanzar! ¡Cuánto esfuerzo! Las dos rutinas, la rutina error y la rutina impostura se pusieron de acuerdo para desbarrancar la verdad.

Odio o sobrenaturalismo, grita el escéptico, lo mismo grita el santurrón. La naturaleza, he ahí el peligro. De ambos lados se atrinchera contra ella. Para el hombre de ironía, ella es demasiado misteriosa; para el hombre de idolatría, demasiado matemática.

A fin de cuentas, hasta donde se sabe, ciencia y religión son dos palabras idénticas. Los sabios ni lo sospechan, tampoco los religiosos. Estas dos palabras expresan las dos vertientes del mismo hecho, que es el infinito. La Religión-Ciencia es el futuro del alma humana.

Una de las rutas para llegar es la intuición.

No vamos a desarrollar este asunto. El tiempo se nos acaba en estas páginas presurosas. Nuestro objetivo actual es literario, no científico. Avancemos.

Primer grado, segundo grado, tercer grado. Observación, imaginación, intuición. Humanidad, naturaleza, sobrenaturalismo; esos son los tres horizontes. Uno completa y corrige al otro; su coordinación constituye el conjunto cósmico. Aquel que puede ver los tres está en la cima. Es el espíritu cúbico. Es el genio.

La observación origina a Sedaine. La observación, más la imaginación, crean a Molière. La observación, más la imaginación, más la intuición, producen a Shakespeare. Se requiere intuición para subir a la plataforma de Helsingør y ver al fantasma.

Esas tres facultades, al combinarse, se acrecientan. La observación de Molière es más profunda que la de Sedaine, porque Molière tiene algo más que Sedaine, la imaginación. La observación y la imaginación de Shakespeare profundizan más y se elevan más que la observación y la imaginación de Molière, porque Shakespeare tiene algo más que Molière, intuición.

Comparen a Shakespeare y a Molière en sus creaciones análogas, comparen a Shylock con Harpagón, y a Ricardo III con Tartufo, o a Timón de Atenas con Alceste, y aprecien: ¡qué filosofía tan vívida y sagaz! Y es que Shakespeare ve y vive la vida en su totalidad. Está en el cénit. Nada escapa a ese ojo de altura. Se halla arriba por la pupila y abajo por la mirada. Es tragedia y al mismo tiempo comedia. Sus lágrimas fulminan. Su risa sangra. Intenten una confrontación aún más sobrecogedora. Pongan la estatua del comendador en presencia del espectro de Hamlet. Molière no cree en su estatua. Shakespeare cree en su espectro. Shakespeare tiene la intuición de la que Molière carece. La estatua del comendador, esa obra maestra del terror español, es una creación mucho más nueva y siniestra que el fantasma de Helsingør; en Molière se desmaya. Detrás del atemorizante senador de mármol, se ve la sonrisa de Poquelin; el poeta, irónico con su portento, lo vacía y lo destruye; era un espectro, es un maniquí. Una de las más formidables invenciones trágicas que haya conocido el teatro aborta, y hay en esa mesa, en El Festín de Piedra, tan poco horror y tan poco infierno, que uno podría tomar un taburete y sentarse sin problema entre Don Juan y la estatua. Shakespeare, con bastante menos material, hace mucho más. ¿Por qué? Porque no miente; porque él es el primero en quedar cautivado por su creación. Es su propio cautivo. Su fantasma lo estremece y él nos hace estremecer. Existe, es verdadera, es indudable esa silueta oscura que permanece ahí, de pie, con su bastón de mando. Este espectro es de carne y hueso, carne nocturna y hueso de sepulcro. Toda la naturaleza a su alrededor está convencida y es terrible. La luna, pálida faz medio escondida en el horizonte, apenas se atreve a mirarlo.

Por el contrario, pongan a Shakespeare al lado de Esquilo, ese acercamiento es temible, incluso para Shakespeare. Lucha de Leones. Dos iguales frente a frente. Orestes no tiene una vida menos fúnebre que Hamlet. Y si Shakespeare trata de horrorizar a Esquilo con brujas; Esquilo, con un ademán, le señala a las Euménides. Cosa admirable, para que el genio sea completo, tiene que ser de buena fe. Virgilio no le cree ni una palabra a la Eneida; su Venus es copia de Livia, su Olimpo es de segunda mano, está desorientado en un infierno que alguien maquinó para él, está más seguro de César que de Júpiter; Augusto, Mecenas, Marcelo, esos son los verdaderos y sólidos Apolos; considera malicias las divinizaciones provechosas; su musa se llama Diez-mil-sestercios. Por momentos, Virgilio está muy cerca de poseer mucho espíritu, como Ovidio, quien no por ello dejó de ser expulsado de la corte. Homero, por su parte, es ingenuo; la belleza de sus poemas es la certidumbre. Están llenos de ella; se desbordan. Homero cree en los héroes, en los monstruos, en el mástil, en las aljabas de rayos que lanzan la peste, en las disputas entre los dioses a causa de Troya, en Venus que está a favor, en Palas que está en contra; todo ese fabuloso Empíreo que tiene dentro lo fascina y lo subyuga. Mengua su facultad mental. Lo vuelve reiterativo. Todo esto hace sonreír a Horacio. “Bonus Homerus”. Homero es crédulo con la Ilíada, de ahí proviene su grandeza.

Esa buena fe sublime le da la intuición. Intuición, invención. La intuición no domina más al geómetra inventor que al poeta. La intuición es la fortaleza. Vuelve de bronce al hombre. Fue gracias a la intuición, y no a la observación, que Campanella sostenía que había un número infinito de estrellas. La iglesia, que odia los astros, que son molestos para los dogmas, quiso obligarlo a desdecirse. En vano. Recordemos, veintisiete años en una mazmorra, siete veces veinticuatro horas de potro y latigazos, no quebrantaron en lo más mínimo a Campanella. La intuición fue más fuerte que la tortura. A las tres facultades ya mencionadas, y de las cuales señalamos el acoplamiento, y luego el grupo, corresponden tres familias de espíritu: los moralistas, limitados al hombre; los filósofos, que combinan el mundo sensible con el hombre; los genios, que todo lo ven.

Para comprender lo que le falta a Molière, hay que leer a Shakespeare. Para entender lo que falta a Sedaine, al Abate Prévost, a Miravaux, a Le Sage, a La Bruyère, hay que leer a Molièr.

En el arte, como en cualquier otra cosa, un cierto matiz —o sea, un abismo— separa la excelencia de la grandeza. En la Trippenhausen de Ámsterdam, al entrar ustedes, ven un cuadro de gran formato, pintado por un artista cuyo nombre se me escapa en este momento, es excelente. Ustedes aplauden. Giren, ahora están frente a La Ronda Nocturna, es Rembrandt. Entonces se les escapa una exclamación. Lo grandioso está ahí. Lo excelente se desvanece. Ustedes ya ni siquiera pueden ver la otra pintura. Lo grande en las artes no se obtiene más que pagando el precio de cierta aventura. El ideal conquistado es un premio a la audacia. El que no arriesga no gana. El genio es un héroe.

Las vistas parciales sólo tienen una exactitud de pequeñez. El microscopio es grande porque busca el germen. El telescopio es grande porque busca el centro. Aparte de eso, cualquier otra cosa es nomenclatura, vana curiosidad, arte enclenque, ciencia enana, polvo. Tendamos siempre a la síntesis.

Para ver bien al hombre hay que mirar la naturaleza; para ver bien al hombre y la naturaleza, hay que contemplar el infinito. El detalle no es nada, todo es conjunto. Al que no interroga, nada se le revela.

Precisemos otra vez, y al mismo tiempo, concedamos su plena extensión a las ideas bosquejadas aquí.

La idea de Naturaleza lo resume todo. De la mayor o menor densidad de esta idea desmesurada proviene toda la filosofía. Ciñan más esta idea, háganla inmediata y palpable, redúzcanla al menor volumen posible, pero conservando todo lo que la compone, denle forma, en pocas palabras, concrétenla, ya tienen ahí al ser humano; dilátenla, y percibirán a Dios. Como la humanidad es un microcosmos, es concebible el error de quienes, como Fichte, se contentan con ello y que en la humanidad ven el mundo. El ser humano es un Dios de bolsillo.

Pero considerar Dios al ser humano es el mismo desatino que tomar la Tierra por el Universo. Ponen la mota de polvo tan cerca de la pupila, que eclipsa lo infinito.

Las cosas son los poros por los que sale Dios. El universo lo transpira. Todas las profundidades lo hacen aparecer en todas las superficies. Cualquiera que se ponga a meditar ve al creador perlado en medio de la creación. La religión es el misterioso sudor del infinito. La naturaleza está secretando la noción de Dios. Contemplar es una revelación; sufrir es otra. Dios cae del cielo gota a gota, de nuestros ojos lágrima a lágrima. ¿De qué serviría todo si él no estuviera en el fin?

Fin, es decir, objetivo.

Se piensa que fin significa muerte. Grave error. Significa vida.

¿Qué tiene de más el ser humano sobre la tierra en relación con los demás seres? La facultad de hacer el bien o el mal.

Con él comienza esta facultad, y, en consecuencia, esta noción: el bien y el mal.

El bien y el mal, ¡qué apertura hacia lo desconocido!

Revelación de la ley moral.

Poder hacer el bien o el mal, ¿qué significa? Es la libertad. ¿Y qué más es? Es la responsabilidad. Libertad aquí, responsabilidad allá. ¡Oh espléndido descubrimiento! La libertad es el alma.

Libertad implica resurrección; ya que resurrección es responsabilidad. Para cumplir su ley, es decir, para que la libertad se vuelva responsabilidad, es preciso que persista después de la vida ese fenómeno, que es el hombre mismo. Entonces, y de manera irresistible, he ahí la supervivencia del alma frente al cuerpo, demostrada.

Estas son tinieblas sagradas.

La ley moral es el hilo hallado en el laberinto. Siento calor, avanzo, es el bien; siento frío, retrocedo, es el mal. La afinidad de Dios con mi alma se manifiesta por una inefable caricia oscura cuando me le acerco. Pienso, lo siento cerca de mí; al crear, lo siento más cercano; amo, lo siento aún más cerca; me entrego, me siento todavía más cerca. Esto no es ni observación, ya que no veo ni toco nada; ni imaginación, ya que la virtud sería entonces imaginaria. Es intuición.

Todas las raíces de la ley moral se basan en lo que se llama sobrenaturalismo. Negar el sobrenaturalismo no sólo significa cerrar los ojos al infinito, significa cortar de raíz las virtudes del hombre. El heroísmo es una afirmación religiosa. Cualquiera que se entregue prueba la eternidad. Ninguna cosa finita posee en ella la explicación del sacrificio.

Quien escribe estas líneas ya lo dijo en alguna parte, el ideal sobre la tierra, el infinito fuera de la tierra es el doble objetivo que al mismo tiempo es el único objetivo, ya que uno lleva el hombre al progreso y otro conduce el alma a Dios.

Se puede, claro, ser una mente irónica y serena, no creer en nada, y dejar esta vida con arrogancia. Petronio, hombre de placeres, hace todo lo que puede para morir voluptuosamente. Se mete en un baño tibio, relee la orden de Nerón, recita algunos versos de amor, y luego toma el cuchillo y se corta las cuatro venas; hecho esto, observa fluir su sangre, abre con los dedos una vena cortada, luego la otra, las cierra, las vuelve a abrir; primero el brazo derecho, luego el izquierdo, y luego riendo dice a sus amigos: Amant alterna camenae (¡les gusta alternar la presión!)

Cierto que esa es una actitud soberbia frente a las sombras; pero, ante todo, eso significa más salir bien que morir bien. Morir bien es morir como Leónidas por la patria, como Sócrates por la razón, como Jesús por la fraternidad. Sócrates murió por inteligencia, y Jesús por amor; no hay nada más grande ni más grato. ¡Felices son aquellos cuya muerte es bella! El alma, detenida momentáneamente, aquí abajo, dentro del ser humano, pero consciente de un destino solidario con el universo, les debía esa tranquilidad de poder asociar la idea de belleza a la idea de muerte, prueba de porvenir indeterminada que satisface y confunde al alma.

Que estas meditaciones son insondables, ¿quién lo niega? Pero no hay ningún espíritu noble que no haya estado tentado. Lo que hay de abismo en nosotros recibe el llamado de lo que hay de abismo fuera de nosotros. Nuestros espesores agradan a la inteligencia; mientras más o menos grande sea el espíritu que sueña, el rayo visual de pensamiento se sumerge en profundidades diversas. El tratar de comprender, ahí está toda la filosofía. La creación es palimpsesto a través del cual se descifra a Dios. La gran oscuridad se oculta, pero quiere ser perseguida. El enigma, esa Galatea formidable, huye entre los prodigiosos ramajes de la vida universal, pero nos ve y desea ser vista. Ese sublime deseo de lo impenetrable, ser penetrado, hace que la plegaria brote en nosotros.

Poco a poco el horizonte se eleva, y la meditación se vuelve contemplación; luego se pone borroso, y la contemplación se vuelve visión. No se sabe en qué torbellino hipotético y de realidad, que complica lo que existe, porque nuestra propia visión de lo posible nos crea ensoñaciones, nuestras concepciones mezcladas con oscuridad, nuestras conjeturas, nuestro sueños y aspiraciones toman forma; todo ello sin duda es quimérico, todo ello es quizá verdad, apariciones de almas en los relámpagos, el pasar fugaz de sudarios, rostros sosegados de seres amados que se esbozan en transparencias indecibles, efímeras sonrisas en la noche, el prodigioso sueño de inmanencia vislumbrada… ¡Qué vértigo! De ahí provienen los apocalipsis. Ustedes se lo pueden suprimir al filósofo, pero no se lo suprimirán al poeta. Desde Job hasta Voltaire, todo poeta tiene su parte de visión. Una cierta grandeza sideral está ligada a esta locura. En esta demencia augusta hay algo de revelación. Es posible ser este visionario, sin dejar de ser sabio, es en esa facultad sobrehumana que se reconocen los espíritus supremos.

Desde luego, no formamos parte de aquellos que pretenden encontrar siempre al poeta en persona en sus dramas, ni de esos que les achacan todo lo que dicen sus personajes, lo que significaría reducir el yo, múltiple e indefinido del autor dramático, a un yo lírico y monocorde; pero sin obligar al poeta a ser solidario de sus creaciones, borracho a causa de Falstaff, hipócrita a causa de Tartufo, intrigante a Causa de Fígaro, fratricida a causa de Caín, sin canonizar a Corneille por su Poliuto, sin idealizar a Schiller a causa de Posa, y sin caricaturizar a Homero por culpa de Tercites, mientras rechazamos esa manera cómoda y pueril de atrapar a un hombre en flagrante delito dentro de su obra, pensamos que, a veces, se puede ver por instantes, en ciertas figuras preferidas, resplandores del alma de un poeta. En ciertos momentos se puede decir: esta es una chispa de Plauto. Este es un rayo de Esquilo. El autor encarna un poco más en determinado personaje que en los otros. Resulta evidente, por ejemplo, que Shakespeare tiene una predilección por Hamlet, igual que Molière la tiene por Alceste, y se puede afirmar que es Shakespeare quien habla cuando Hamlet dice: “—Horacio, hay en la tierra y en el cielo muchas más cosas de las que tu filosofía podría soñar”.

La profunda ansiedad de lo que puede ser, tal es la perpetua obsesión del poeta. Lo que puede ser en la naturaleza, lo que puede ser en el destino; noche prodigiosa. Al anochecer, en el crepúsculo, en lo alto de un acantilado, cuando se acerca refrescante la marea que sube, con la mirada vagando entre esos pliegues que obedecen al viento, abajo la ola, arriba la nube, el fuete de la espuma sobre el rostro, mientras que las gaviotas espantadas entre las olas abiertas levantan el vuelo, mientras que la marejada llega cargada de alaridos de naufragios, mirar el océano… ¡Qué es todo esto frente a aquello!: ¡mirar lo posible!

Por momentos pienso con profunda alegría que, de aquí a doce o quince años, cuando mucho, yo sabré lo que es esa sombra, la tumba, y que así tengo la certeza de que mi esperanza de claridad no se verá burlada. Ustedes a quienes amo, no se aflijan por este grito que lanzo hacia la espera suprema, no se entristezcan por esta impaciencia, porque tengo fe en que la gran cita tendrá lugar en el infinito. Yo los volveré a ver magníficos y ustedes me volverán a ver renovado. Y nos querremos, como sobre la Tierra hay al mismo tiempo que en el cielo, con el acrecentamiento misterioso de la inmensidad. La vida no es más que una oportunidad de encuentro; la unión viene después de la vida. Los cuerpos sólo abrazan, las almas son las que estrechan. Imaginen, queridos amigos, ¡ese divino beso del firmamento cuando lo único que queda en el yo es la luz! La manera en que se aman los transfigurados forma parte de lo que aquí llamamos día. Su cópula es rayo. Quién sabe si todas nuestras efusiones celestes por el deber y la virtud no nos vienen inefablemente de esa claridad, si no nos hacen el favor de hacernos buenos siendo generosos, y si no tienen como ley suprema el ser útiles porque son amados. Intentemos estar entre ellos un día. Y aquí abajo, hasta que llegue la gran hora, ustedes y yo, sobre todo yo, que estoy atrapado entre imperfecciones y que debo hacer mucho para llegar a la bondad, no descansemos; trabajemos, veamos por nosotros y por los otros, esforcémonos por la probidad, prodiguémonos por la justicia, arruinémonos por la verdad, sin ponernos a contar lo que perdemos; porque lo que perdemos, lo ganamos. Actuemos sin reposo, actuemos hasta el límite de nuestras fuerzas, y aún más allá de nuestras fuerzas. ¿Adónde hay un deber?, ¿adónde hay una lucha?, ¿adónde hay un exilio?, ¿adónde hay un dolor? Acudamos. Amar es dar, amemos. Convirtámonos en profundas buenas voluntades. Soñemos con ese inmenso bien que nos espera, la muerte.

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