W. J. T. MITCHELL
No Existen Medios Visuales*
«Medios visuales» es una expresión coloquial que se usa para designar cosas como la televisión, las películas, la fotografía, la pintura, etc. Pero es un término muy inexacto y engañoso. Todos los supuestos medios visuales, al ser observados más detalladamente, involucran a los otros sentidos (especialmente al tacto y al oído). Todos los medios son, desde el punto de vista de la modalidad sensorial, «medios mixtos». Esta evidencia plantea dos preguntas. Primera: ¿por qué seguimos hablando de algunos medios como si éstos fueran exclusivamente visuales? ¿Se trata de una forma de hablar de predominio visual? Y si es así, ¿qué significa «predominio»? ¿Es un problema cuantitativo (más información visual que auditiva o táctil)? ¿O una cuestión de percepción cualitativa, el sentido de las cosas relatado por un espectador, audiencia, observador / oyente? Y segunda: ¿por qué importa que lo llamemos «medios visuales»? ¿Por qué debemos preocuparnos por aclarar esta confusión? ¿Qué está en juego?
Antes de nada, permítaseme remarcar lo obvio. ¿Puede darse realmente el caso de que no existan medios visuales a pesar de nuestro incorregible hábito de hablar como si los hubiera? Por supuesto, mi reflexión puede ser fácilmente refutada con sólo un contraejemplo. Así que déjenme anticiparme a ese movimiento con un repaso a los «sospechosos habituales» que podrían proponerse como ejemplos de medios pura o exclusivamente visuales.
En primer lugar, descartemos los medios de comunicación de masas —la televisión, las películas, la radio—, así como las artes escénicas (el baile y el teatro). Desde que Aristóteles observó que el drama combina las tres órdenes de lexis, melos y opsis (palabras, música y espectáculo), hasta el análisis de Barthes de las divisiones en «imagen / música / texto» del campo semiótico, el carácter mixto de los medios ha sido un postulado capital. Cualquier noción de pureza es inconcebible en estos medios antiguos y modernos, tanto en relación a los elementos sensoriales y semióticos internos a ellos como a la externa composición promiscua de su audiencia. Y si se argumentara que el cine mudo era un medio «puramente visual», sólo necesitaríamos recordar un simple hecho de la historia del cine: que las películas mudas siempre iban acompañadas de música y discurso, y que a menudo la película en sí llevaba inscritas palabras escritas o impresas.
Así que, si estamos buscando el mejor ejemplo de un medio puramente visual, la pintura parece ser el candidato obvio. A fin de cuentas, se trata del medio central y canónico de la Historia del arte. Y después de una historia temprana teñida por consideraciones literarias, obtenemos una historia canónica de la purificación, en la que la pintura se emancipa del lenguaje, la narrativa, la alegoría, la figuración, e incluso de la representación de objetos reconocibles, para poder analizar algo llamado «pintura pura», caracterizado por la «opticalidad pura». Este argumento, popularizado por Clement Greenberg, y del que en ocasiones se ha hecho eco Michael Fried, insiste en la pureza y la especificidad del medio, rechazando las formas híbridas, los medios mixtos, y cualquier cosa que se encuentre «entre las artes» como una forma de «teatro» o de retórica, condenada a la inautenticidad y a un status estético de segunda clase. Es uno de los mitos más conocidos y representativos de la modernidad, y ha llegado el momento de acabar con él. El hecho es que aún en su momento más purista y recalcitrantemente óptico, la pintura moderna fue siempre, parafraseando a Tom Wolfe, «palabra pintada». No eran las palabras de la pintura de historia o del paisaje poético, del mito o de la alegoría religiosa, sino el discurso de la teoría, de la filosofía idealista y crítica. Este discurso crítico fue tan decisivo para la comprensión de la pintura moderna, como la Biblia, la historia o los clásicos lo eran para la pintura narrativa tradicional. Sin estos últimos, un espectador sería abandonado delante del conocido cuadro de Guido Reni Beatrice Cenci la víspera de su ejecución en la situación descrita por Mark Twain, quien apuntaba que un espectador no instruido, que no conociera el título y la historia, podría llegar a la conclusión de que se trataba del cuadro de una joven resfriada o de una chica a punto de que le sangre la nariz. Sin el discurso teórico, el espectador no instruido vería (y, de hecho, ve) las pinturas de Jackson Pollock como «nada más que papel pintado».
Soy consciente de que podría objetarse que las «palabras» que nos permiten apreciar y comprender la pintura no están en la pintura de la misma manera en que las palabras de Ovidio se ilustran en una obra de Claude Lorrain. Ello es cierto, y sería por tanto importante distinguir las diferentes maneras en que el lenguaje entra en la pintura. Pero éste no es mi objetivo aquí. Mi tarea es sólo demostrar que, aunque habitualmente la hemos concebido así, ejemplificando un uso puramente visual del medio, la pintura no es en absoluto «puramente óptica».
La cuestión de cómo se introduce el lenguaje en la percepción de estos objetos puros deberá esperar a otra ocasión. Pero supongamos que se diera el caso de que el lenguaje pudiera ser desterrado completamente de la pintura. No niego que éste fuera un deseo característico de la pintura moderna, sintomatizado por el rechazo ritualista a los títulos, y el enigmático desafío que planteaba el «Sin título» al espectador. Imaginemos que el espectador pudiera mirar sin verbalizar, pudiera ver sin (incluso silenciosamente, internamente) subvocalizar asociaciones, juicios y observaciones. ¿Qué quedaría? Bien, una cosa que evidentemente quedaría es la observación de que una pintura es un objeto hecho a mano, y esto es una de las características cruciales que lo diferencia, por ejemplo, del medio de la fotografía, en el que el aspecto de producción mecánica tan a menudo pasa al primer plano. (Dejo por el momento al margen el hecho de que un pintor puede hacer una imitación excelente del aspecto mecánico de una foto satinada, y de que un fotógrafo con las técnicas adecuadas puede, igualmente, copiar la superficie pictórica y simular el esfumato de un pintor.)
Pero ¿qué es la percepción de la pintura como hecha a mano, sino un reconocimiento de que un sentido no visual es codificado, manifestado y señalado en cada detalle de su existencia material? Este sentido no visual es, por supuesto, el sentido del tacto, que en algunos tipos de pintura pasa a primer plano (cuando se enfatiza «la mano», el empaste y la materialidad de la pintura), y a último plano en otros (cuando una superficie suave y formas claras y transparentes producen el efecto milagroso de hacer invisible la actividad manual del pintor). De cualquier modo, el espectador que no sabe nada sobre la teoría en la que se basa la pintura, o sobre la historia, o la alegoría, sólo necesita comprender que eso es una pintura, un objeto hecho a mano, para comprender que es un vestigio de producción manual, que todo lo que uno ve es el rastro de un pincel o de una mano tocando el lienzo. Ver pintura es ver tocar, ver los gestos de la mano del artista; es por esto por lo que tenemos tan rigurosamente prohibido tocar nosotros el lienzo.
Esta reflexión no pretende arrojar al vertedero de la historia la noción de pura opticalidad. Se trata, sobre todo, de valorar cuál fue su papel histórico, y por qué el carácter puramente visual de la pintura moderna fue elevado al status de concepto fetiche, a pesar de la evidencia de que se trataba de un mito.
Los otros medios que ocupan la atención de la Historia del arte parecen sostener aún menos la idea de opticalidad pura. La arquitectura, el medio más impuro de todos, incluye todas las otras artes en un Gesamtkunstwerk, y, característicamente, ni siquiera es «mirada» con una atención dirigida, sino que se percibe, como anotaba Walter Benjamin, en un estado de distracción. La arquitectura no se basa fundamentalmente sobre el ver, sino sobre el vivir y habitar. La escultura es tan evidentemente un arte táctil que parece superfluo discutir sobre ello. Se trata del único de los llamados medios visuales que, de hecho, es directamente accesible para los ciegos. La fotografía, la recién llegada al repertorio de medios de la Historia del arte, está tan típicamente plagada de lenguaje —como han demostrado teóricos desde Barthes a Victor Burgin—, que es difícil imaginar lo que significaría llamar a la fotografía un medio puramente visual. El papel específico de la fotografía en lo que Joel Snyder llamó «captar lo invisible» —mostrándonos lo que no podemos ver a «simple vista» (movimientos rápidos del cuerpo, el comportamiento de la materia, lo corriente y cotidiano)— hace difícil pensar en la fotografía como un medio visual en sentido puro. Sería mejor entender la fotografía de este tipo como un aparato para traducir lo no visto o invisible en lo que parece la imagen de algo que nunca podríamos ver[1].
Desde el punto de vista de la Historia del arte en el posmodernismo, parece evidente que la última mitad del siglo ha minado contundentemente cualquier noción de
arte puramente visual. Las instalaciones, los soportes mixtos, las performances, el arte conceptual, el arte de ubicación específica, el minimalismo y el tan cacareado regreso
a la representación pictórica, han convertido la noción de opticalidad pura en un espejismo que se aleja en el espejo retrovisor. Para los historiadores del arte, hoy por hoy, la conclusión más fiable sería que la noción de una obra de arte puramente visual fue una anomalía temporal, una desviación de la tradición mucho más longeva de los medios mixtos e híbridos.
Por supuesto, este argumento puede llegar tan lejos que se derrote a sí mismo. En efecto, podríamos preguntarnos cómo puede haber medios mixtos o producciones multimedia a menos que existan medios elementales, puros y distintos fuera, que puedan añadirse a la mezcla. Si todos los medios han sido siempre medios mixtos, entonces la noción de medios mixtos deja de tener importancia, ya que no distinguiría ninguna mezcla específica de ninguna instancia puramente elemental. En este punto, creo que deberíamos abarcar el dilema desde los dos extremos y reconocer que el corolario de la afirmación «no existen los medios visuales» es que todos los medios son medios mixtos. Es decir, la propia noción de medio y mediación ya implica de por sí una mezcla de elementos sensoriales, perceptivos y semióticos. No hay tampoco ningún medio puramente auditivo, táctil, ni olfativo. Sin embargo, esta conclusión no implica la imposibilidad de distinguir un medio de otro. Lo que posibilita es una diferenciación más precisa de las mezclas. Aunque todos los medios sean medios mixtos, no todos están mezclados del mismo modo, con las mismas proporciones de elementos. Como escribe Raymond Williams, un medio es una «práctica social material», no una esencia discernible dictada por alguna materialidad elemental (pintura, piedra, metal) o por la técnica o la tecnología. Los materiales y las tecnologías intervienen en el medio, pero también lo hacen las habilidades, los hábitos, los espacios sociales, las instituciones, y los mercados. Por tanto, la noción de «especificidad de medio» nunca se obtiene de una esencia singular y elemental: se parece más a la especificidad asociada a recetas de cocina: muchos ingredientes, combinados en un orden específico, en las proporciones específicas, mezclados de manera particular y cocinados a una temperatura específica durante una cantidad de tiempo específica. En pocas palabras, uno puede afirmar que no existen «medios visuales», que todos los medios son medios mixtos, sin tener que abandonar la idea de «especificidad del medio».
Con respecto a los sentidos y los medios, Marshall McLuhan vislumbró este problema hace algún tiempo, cuando postuló diferentes «proporciones sensoriales» para
los diferentes medios. En síntesis, McLuhan no tenía ningún reparo en utilizar los términos «medios visuales» y «táctiles», pero sorprendentemente afirmaba (aunque por lo general esto ha sido olvidado o ignorado) que la televisión (habitualmente tomada como paradigma de medio visual) es en realidad un medio táctil: «La imagen de la televisión […1 es una extensión del tacto»[2], en contraste con la palabra impresa, la cual, en opinión de McLuhan, es el medio que más se ha acercado a aislar el sentido visual. Sin embargo, el argumento más general de McLuhan consistía en no contentarse con identificar medios específicos con canales sensoriales aislados y reificados, sino en valorar las mezclas específicas de los medios específicos. McLuhan puede llamar a los medios «extensiones» del sensorium, pero es importante recordar que también concebía estas extensiones como «amputaciones» y hace continuamente hincapié en el carácter dinámico e interactivo de la sensualidad mediada. Su famosa afirmación de que la electricidad estaba haciendo posible una extensión (y una amputación) del «sistema nervioso sensorial» era realmente un argumento de una versión ampliada del concepto aristotélico de sensus communis, una coordinada «comunidad» de la sensación en el individuo, extrapolada como condición para una comunidad social extendida globalmente, la «aldea global».
La especificidad de los medios es, por tanto, un asunto mucho más complejo que los códigos sensoriales a los que nos referimos como «visuales», «auditivos» o «táctiles». Se trata, sobre todo, de una cuestión de proporciones sensoriales específicas que se inscriben en la práctica, la experiencia, la tradición, y las invenciones técnicas. Tenemos que tomar en cuenta que los medios no son solamente extensiones de los sentidos, calibraciones de las proporciones sensoriales. Son también operadores simbólicos o semióticos, complejas funciones de signos. Si afrontamos los medios desde el punto de vista de la teoría del signo, usando la tríada elemental de Peirce de icono, índice y símbolo (signos por semejanza, por causa y efecto o «conexión existencial», y signos convencionales dictados por una regla), veremos que no hay ningún signo que exista en un «estado puro», ningún icono, índice o símbolo puro. Cada icono o imagen adquiere una dimensión simbólica en el momento en que le damos un nombre, un componente de indexación, en el momento en que nos preguntamos cómo fue hecho. Cada expresión simbólica, hasta una letra individual del alfabeto fonético, también debe parecerse lo suficiente a cualquier otra inscripción de la misma letra para permitir la iterabilidad, un código repetible. Lo simbólico depende en este caso de lo icónico. La noción de McLuhan de los medios como «proporciones sensoriales» necesita ser complementada, entonces, con un concepto de «proporciones semióticas», mezclas específicas de funciones de signos que hacen a un medio ser lo que es. Así pues, el cine no es sólo una proporción de visión y sonido, sino también de imágenes y palabras, y de otros parámetros diferenciables como el discurso, la música, y el ruido.
Por tanto, la afirmación de que no existen los medios visuales sería sólo el precepto inicial que nos llevaría hacia un nuevo concepto de taxonomía de los medios, que dejaría atrás los estereotipos reificados de los medios «visuales» o «verbales», y generaría una visión más matizada de los tipos de medios. Una consideración completa de tal taxonomía se extendería más allá del alcance de este ensayo, pero vale la pena plantear algunas observaciones preliminares. En primer lugar, los elementos sensoriales y semióticos necesitan un análisis más exhaustivo, tanto desde el punto de vista empírico o fenomenológico, como en términos de sus relaciones lógicas. En lo expuesto hasta aquí son reconocibles dos estructuras triádicas que se han ido conformando como elementos primitivos de los medios: la primera es la tríada de lo que Hegel llamó los «sentidos teóricos» —vista, oído y tacto— como los componentes básicos de cualquier mediación sensorial; la segunda es la tríada de Peirce de las funciones de los signos. Cualquier tipo de «proporciones» sensoriales / semióticas estará compuesto por lo menos de estas seis variables. El otro aspecto que demanda un análisis adicional es el problema de la «proporción» en sí. ¿Qué queremos decir por proporción sensorial o semiótica? McLuhan nunca desarrolló este problema, pero parece haber utilizado la expresión para referirse a varias cosas. En primer lugar, la idea de que hay una relación de dominio / subordinación, una especie de realización literal de la relación de «numerador / denominador» de una proporción matemática[3]. En segundo lugar, un sentido parece activar o llevar a otro, de forma más intensa en el fenómeno de la sinestesia, pero más comúnmente en la manera en que, por ejemplo, la palabra escrita apela directamente al sentido de la vista, e inmediatamente activa la audición (en la subvocalización) y las impresiones secundarias de la extensión espacial, que pueden ser táctiles o visuales, o involucrar a otros sentidos «subteóricos» como el gusto y el olfato. En tercer lugar, está el fenómeno relacionado que llamaría «anidación», en el que un medio aparece como el contenido de otro medio (un ejemplo notable es el de la televisión pensada como el contenido del cine, en películas como NetWork). El aforismo de McLuhan «el contenido de un medio es siempre un medio anterior» apuntaba hacia el fenómeno de la anidación, pero lo restringía excesivamente como una secuencia histórica. En realidad, es completamente posible que un medio posterior (la televisión) aparezca como el contenido de uno previo (el cine), y es incluso posible que un medio puramente especulativo y futurista, algún avance técnico aún no factible (como la teletransportación o la transferencia de materia), aparezca como el contenido de un medio más temprano a él. Nuestro principio aquí debería ser: cualquier medio puede anidarse en otro, y esto incluye el momento en que un medio se anida dentro de sí mismo, una forma de auto-referencia de la que ya he hablado en otra ocasión como una «metaimagen», y que es crucial para las teorías del marco narrativo[4]. En cuarto lugar, hay un fenómeno que llamaría «trenzado», que se produce cuando un canal sensorial o una función semiótica se va tejiendo con otra de tal manera que de algún modo no deja costuras; esto se da de manera más notable en la técnica cinematográfica del sonido sincronizado. El concepto de «sutura» que los teóricos del cine han empleado para describir el método de unir cortes discontinuos en un relato aparentemente ininterrumpido funciona también cuando el sonido y la visión se fusionan en una presentación cinematográfica. Por supuesto, una trenza o sutura puede ser deshecha, introduciendo un vacío o intervalo en la proporción sensorial / semiótica, que nos llevaría a una quinta posibilidad: signos y sentidos moviéndose en vías paralelas que nunca se encuentran, y que se mantienen rigurosamente separadas, dejando al lector / telespectador / espectador con la tarea de «saltar las vías» y forjar conexiones subjetivamente. Ciertas películas experimentales analizaron la desincronización del sonido y la visión, y algunos géneros literarios como la poesía ecfrástica evocan las artes visuales en lo que podemos llamar un medio «verbal». La ekphrasis es la representación verbal de una representación visual —normalmente una descripción poética de una obra de arte visual (la descripción de Homero del escudo de Aquiles es el ejemplo canónico)—. La regla fundamental de la ekphrasis, sin embargo, es que el «otro» medio, el objeto visual, gráfico, plástico, nunca se hace visible o tangible excepto a través del medio del lenguaje. Uno podría llamar ekphrasis a una forma de anidar sin tocar o suturar, una especie de acción-a-distancia entre dos vías sensoriales y semióticas rigurosamente separadas, que requiere ser completada en la mente del lector. Ésta es la razón por la que la poesía sigue siendo el medio maestro, más sutil y ágil del sensus communis, independientemente de cuántas invenciones espectaculares de multimedia se han creado para asaltar nuestra sensibilidad colectiva.
Por si quedara alguna duda respecto a que no existen medios visuales, que esta frase debe ser retirada de nuestro vocabulario o redefinida totalmente, déjenme afianzar el argumento con un breve comentario sobre la visión no mediada, el campo «puramente visual» de la vista y del ver el mundo a nuestro alrededor. ¿Qué pasaría si resultase que ni la propia visión es un medio visual? ¿Qué pasaría si, como Gombrich anotaba hace mucho, el «ojo inocente», el órgano óptico puro y sin instrucción, estuviera, de hecho, ciego? Por supuesto, no se trata de una idea caprichosa, sino de una doctrina firmemente establecida en el análisis del proceso visual. La teoría óptica antigua trató la visión como un proceso totalmente táctil y material, un flujo del «fuego visual» y de un fantasma, «eidola», que fluía de un lado a otro entre el ojo y el objeto. Descartes realizó una famosa comparación entre el ver y el tocar en su analogía del hombre ciego con dos bastones. La visión, argumentó Descartes, debe entenderse como sólo una forma más refinada, sutil y prolongada del tacto, como si un hombre ciego poseyera unos bastones muy sensitivos que alcanzaran varios kilómetros. La nueva teoría de la visión de Berkeley alegaba que la vista no era un proceso simplemente óptico, sino que involucraba un «lenguaje visual» que requería la coordinación de impresiones ópticas y táctiles para poder formular un campo visual coherente y estable. La teoría de Berkeley está basada en los resultados empíricos de operaciones de cataratas que revelaron la ineptitud de personas ciegas, cuya visión había sido restituida tras un largo periodo de ceguera, para reconocer objetos hasta que no llevaban a cabo una coordinación extensiva de sus impresiones visuales con el tacto. Estos resultados han sido confirmados por la neurociencia contemporánea, notablemente por Oliver Sacks, que ha reconsiderado la cuestión en Ver o no ver, un estudio de la visión restituida que expone cuán difícil es aprender a ver después de un prolongado periodo de ceguera. La visión natural es en sí misma un trenzado y un anidamiento de lo óptico y lo táctil.
La proporción sensorial de la visión se vuelve aún más complicada cuando entra en la región de la emoción, el afecto, y los encuentros intersubjetivos en el campo visual, la región de la «mirada» y la pulsión escópica. Aquí aprendemos (de Sartre, por ejemplo) que la mirada (como el sentimiento de ser visto) no se activa por el ojo del otro, o por ningún objeto visual, sino por el espacio invisible (la ventana vacía, oscura), o incluso más enfáticamente por el sonido —el chirrido que sobresalta al mirón, el «¡eh, tú!» que llama al sujeto de Althusser— Lacan complica este asunto aún más rechazando incluso el modelo cartesiano de tactilidad en «La línea y la luz», y reemplazándolo por un modelo de fluidos y exceso, en el que los cuadros, por ejemplo, han de ser bebidos en vez de vistos, pintar se compara con desplumar y con embadurnar de mierda, y la función principal del ojo es estar rebosante de lágrimas, o secar los pechos de una comadrona. No existe ningún medio puramente visual porque, de entrada, no existe la percepción visual pura.
¿Por qué importa todo esto? ¿Por qué hacer objeciones sobre una expresión como «medios visuales», que parece referirse a una clase general de cosas en el mundo, aunque sea de forma poco precisa? Es como si alguien se opusiera a situar el pan, el pastel y las galletas bajo la rúbrica de «productos horneados». En realidad, no. Es más como si alguien se opusiera a poner el pan, el pastel, el pollo, una fuente de barro y la quiche en la categoría de «productos horneados», sólo porque todos han pasado por el horno. El problema con la expresión «medios visuales» es que crea la ilusión de definir una clase de cosas tan coherente como «las cosas que usted puede poner en un horno». La escritura, lo impreso, la pintura, los ademanes de la mano, los guiños, la inclinación de cabeza o las tiras cómicas son todos «medios visuales», pero esto no nos dice nada sobre ellos. Así pues, propongo poner esta expresión entre comillas durante un tiempo, precederla de un «así llamados», para permitir una nueva investigación. Y de hecho (y aquí llegamos a la clave de mi análisis) esto es exactamente lo que creo que el emergente campo de la Cultura visual ha hecho en sus mejores momentos. La Cultura visual es el campo de estudio que se niega a dar por sentada la visión, que insiste en problematizar, teorizar, criticar e historizar el proceso visual en sí mismo. No trata sólo de conectar el concepto aún por estudiar de «lo visual» con una noción sólo ligeramente más reflexiva de la cultura —es decir, la Cultura visual como la rama de los Estudios culturales que se ocupa de lo «espectacular»—. Una característica más importante de la Cultura visual ha sido el sentido en el que este tema ha requerido un examen de las resistencias a las explicaciones puramente culturalistas, a las investigaciones sobre la naturaleza de la naturaleza visual —las ciencias de óptica, la complejidad de la tecnología visual, el hardware y el software del ver.
Hace algún tiempo Tom Crow ironizaba a expensas de la Cultura visual sugiriendo que mantiene la misma relación respecto a la Historia del arte que tienen modas pasajeras como la curación new age, los «estudios paranormales», o la «cultura mental» con la filosofía[5]. Esto parece un poco fuerte y además exagera el pedigrí de una disciplina relativamente joven como la Historia del arte, comparándola con el antiguo linaje de la filosofía. Pero el comentario de Crow podría tener un efecto tónico, aunque sólo fuera para prevenir a la Cultura visual de convertirse en una pseudociencia de moda, o, incluso peor, en un departamento académico prematuramente burocratizado, con su propio papel con membrete, su oficina y su secretario. Afortunadamente, tenemos suficientes análisis de fundamentación rigurosa de la disciplina (me vienen a la cabeza los Mieke Bal, Nicholas Mirzoeff y Jim Elkins) que están decididos a ponernos las cosas más difíciles, así que hay esperanza de que no nos convirtamos en el equivalente intelectual de la astrología o la alquimia.
La desintegración del concepto de «medios visuales» es seguramente una manera de ser más estrictos con nosotros mismos. Y ofrece un par de beneficios seguros. Ya he sugerido que abre el camino para una taxonomía más matizada de los medios basados en las proporciones sensoriales y semióticas. Pero, más fundamentalmente, sitúa «lo visual» en el centro del foco analítico en lugar de tratarlo como un concepto fundacional que puede darse por supuesto. Entre otras cosas, nos anima a preguntar por qué y cómo «lo visual» ha adquirido tanto potencia como un concepto reificado. Cómo adquirió su estado de sentido «soberano», y su papel igualmente importante de chivo expiatorio universal, desde el concepto de «ojos modelados» esbozado por Martin Jay hasta la «sociedad del espectáculo» de Debord, los «regímenes escópicos» foucaultianos, la «vigilancia» de Virilio o el «simulacro» de Baudrillard. Como todos los objetos-fetiche, el ojo y la mirada han sido tan sobrevalorados como infravalorados, tan idolatrados como demonizados. La Cultura visual en su aspecto más prometedor ofrece una manera de ir más allá de estas «guerras escópicas» hacia un espacio crítico más productivo, en el que poder estudiar el intrincado trenzado y anidamiento de lo visual con los otros sentidos, reabrir la Historia del arte al campo expandido de las imágenes y las prácticas visuales —la posibilidad que vislumbró la Historia del arte de Warburg—, y encontrar algo más interesante que hacer con el ojo ofensivo que arrancárnoslo. Si necesitamos un concepto de Cultura visual es, precisamente, porque no existen los medios visuales.♦
* Traducción: Laia Sanz y Yaiza Hernández
[1] Quizá también se pueda apuntar que el aspecto maquinístico de algunas fotografías forma parte de un intento de negar cualquier huella de «retoques» u otros procedimientos táctiles que pudieran haber intervenido en su creación. Parte de la semiótica de la fotografía satinada se funda en el mensaje implícito «esto no ha sido tocado por la mano del hombre». Las superficies satinadas son ideales para registrar huellas dactilares no deseadas.
[2] Understanding Media [1964], Cambridge, Mass., The MIT Press, 1994, p. 354.
[3] Valdría la pena advertir que, desde un punto de vista matemático, es el denominador (que espacialmente se sitúa «debajo») el que da identidad a la expresión (como un «tercio», un «cuarto», etc.) y el numerador es solamente el aspecto supernumerario de la fracción.
[4] Véase mi «Metapictures» en Piclure Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1994.
[5] October 77 (verano 1996), p. 34.