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Mieke Bal: Conceptos viajeros

Mieke Bal

CONCEPTOS VIAJEROS EN LAS HUMANIDADES

 

 

CONCEPTO – algo concebido en la mente; pensamiento, noción; – idea general que abarca varias cosas parecidas, derivada del estudio de ejemplos particulares. Sinónimos: véase IDEA[1]

 

 

 

 

PUNTO DE PARTIDA

Los conceptos son las herramientas de la intersubjetividad: facilitan la conversación apoyándose en un lenguaje común. Por lo general se les considera la representación abstracta de un objeto. Pero, como sucede con todas las representaciones, en sí mismos no son ni simples, ni suficientes. Los conceptos distorsionan, desestabilizan y sirven para dar una inflexión al objeto. Declarar que algo es una imagen, una metáfora, una historia o lo que se quiera –es decir, utilizar los conceptos para etiquetar– no sirve de gran cosa. El lenguaje de la ecuación –«es»– tampoco consigue ocultar las opciones interpretativas que se han tomado. De hecho, los conceptos son, o mejor dicho hacen, mucho más. Si pensamos lo suficiente sobre ellos, nos ofrecen teorías en miniatura y, de esta guisa, facilitan el análisis de objetos, de situaciones, de estados y de otras teorías.

Pero, dado que los conceptos son fundamentales para el entendimiento intersubjetivo, necesitan ser sobre todo explícitos, claros y definidos. De este modo todo el mundo podrá adoptarlos y utilizarlos. Esto no es tan fácil como parece, ya que los conceptos son flexibles: cada uno de ellos forma parte de un marco, de un conjunto sistemático de distinciones, no de oposiciones, que a veces podemos poner entre paréntesis o incluso ignorar, pero que nunca podemos transgredir o contradecir sin causar serios problemas al análisis en cuestión. Los conceptos, y a menudo justo esas palabras que los que no son expertos consideran jerigonza, pueden ser enormemente productivos. Si son explícitos, claros y definidos, pueden ayudar a articular un cierto entendimiento, a expresar una interpretación, a controlar una imaginación desenfrenada y a promover un debate basado en términos comunes y en la conciencia de sus ausencias y exclusiones. Entendidos de este modo, los conceptos no son meras etiquetas que se puedan reemplazar sin más por palabras más comunes.

Todo lo dicho hasta ahora refleja la opinión convencional sobre el estatus metodológico de los conceptos. Pero los conceptos no están fijos ni exentos de ambigüedad. Aunque comparto los principios que acabo de detallar, el resto de este capítulo tratará sobre lo que sucede en los márgenes de esta opinión estandarizada. En otras palabras, se ocupará del concepto de concepto en sí mismo no como si se tratara de una legislación metodológica clara, sino como si fuera un territorio por el que se ha de viajar con espíritu aventurero.

En primer lugar, los conceptos se parecen a las palabras. Tal como Deleuze y Guattari apuntaron en su introducción a ¿Qué es la filoso- fía?, algunos requieren adornos etimológicos, resonancias arcaicas o caprichos idiosincrásicos para funcionar; otros necesitan compartir un aire de familia wittgensteiniano con sus parientes; y aún existen otros que son la viva imagen de palabras comunes (1994, p. 3; ed. cast., 1993, p. 13). El «significado» es uno de estos casos de concepto-palabra común, que oscila como si tal cosa entre la semántica y la intención. Dada esta flexibilidad, que hace que la semántica parezca intención, uno de los objetivos de este libro –y del capítulo 7 en particular– es plantear la idea de que la extendida predominancia del intencionalismo –la equiparación del significado con la intención del autor o el artista–, con todos los problemas que éste conlleva, se debe a esta equiparación irreflexiva de las palabras con los conceptos.

Decir que los conceptos pueden funcionar como esquemas de teorías acarrea varias consecuencias. Los conceptos no son palabras comunes, por mucho que para hablar (de) ellos (se) utilicen palabras comunes. Las personas que odian la jerga deberían sentirse algo reconforta- das por este hecho. Los conceptos tampoco son etiquetas. Los conceptos que se utilizan (mal) así pierden su fuerza operativa, se someten a la moda y no tardan mucho en perder su significado. Pero cuando se los utiliza como yo creo que deben ser utilizados –el resto de este libro tratará de explicar, demostrar y justificar cuál es este uso– los conceptos pueden convertirse en una tercera parte en la interacción entre crítico y objeto, que por lo demás permanece totalmente indemostrable y simbiótica. Esto es particularmente útil cuando el crítico no tiene ninguna tradición disciplinar en la que apoyarse y cuando el objeto no posee ningún estatus canónico o histórico.

Pero los conceptos sólo pueden cumplir esta función, la función metodológica que anteriormente se confiaba a las tradiciones disciplinares, con una condición: que se sometan a escrutinio no sólo median- te su aplicación a los objetos culturales que examinan, sino a través de la confrontación con ellos, ya que los objetos mismos son sensibles al cambio y sirven para revelar diferencias históricas y culturales. El cambio de metodología que propongo se basa en una relación particular entre sujeto y objeto, una relación que no se conforma en función de la oposición vertical y binaria entre los dos, sino que tiene como modelo la interacción, en el sentido que tiene el término en «interactividad». Gracias a esta potencial interactividad y no a ninguna obsesión por el uso «correcto» de las palabras, tomarse en serio los conceptos resulta provechoso para todos los campos académicos y especialmente para las humanidades, que cuentan con muy pocas tradiciones aglutinadoras.

Pero los conceptos no están fijos, sino que viajan, entre disciplinas, entre estudiosas individuales, entre períodos históricos y entre comunidades académicas geográficamente dispersas. El significado, alcance y valor operativo de los conceptos difiere entre las disciplinas. Estos procesos de diferenciación deben ser evaluados antes, durante y después de cada «viaje». La mayoría de este libro –y gran parte de mis anteriores obras– se dedica a realizar este tipo de valoraciones. Entre estudiosas individuales, a la hora de comunicarse con los demás, cada usuaria de un concepto oscila constantemente entre las presuposiciones irreflexivas y el miedo a los malos entendidos. En la antigua práctica académica, las dos formas de viaje –en grupo e individual– confluían. En realidad, las tradiciones disciplinares no servían para resolver esa ambigüedad pero, desde luego, ayudaban a que las estudiosas se sintieran seguras de la forma en que utilizaban los conceptos, una seguridad que, por supuesto, era fácil revelar como engañosa. A mi modo de ver, el tradicionalismo disciplinar y las actitudes rígidas hacia los conceptos tienden a ir de la mano de la hostilidad hacia la jerga especializada, que casi siempre resulta ser una hostilidad anti-intelectual contra el rigor metodológico y una defensa del estilo crítico humanista.

Entre los períodos históricos, el significado y el uso de los conceptos cambia radicalmente. Pensemos en hibridación, por ejemplo. ¿Cómo es posible que este concepto biológico, que tenía como su «otro» un espécimen auténtico o puro, que asumía que la hibridación provocaba la esterilidad y que aparecía frecuentemente en el discurso imperialista con todos sus dejes racistas, haya pasado a indicar un estado idealizado de diversidad postcolonial? Es posible porque viajó. Se originó en la biología del siglo XIX y en un principio se utilizó en sentido racista. Después cambió, moviéndose a través del tiempo, hacia Europa del Este, donde se encontró con el crítico literario Mijail Bajtín. Viajó de nuevo hacia el oeste y finalmente pasó a tener un papel breve pero protagonista en los estudios postcoloniales, donde fue criticado por sus preocupantes connotaciones, incluidos los restos históricos de la epistemología colonial[2]. Lejos de lamentar tan extenso viaje hacia un callejón sin salida provisional, entiendo lo importante que ha sido este término para el desarrollo y la innovación de ese mismo campo de estudio que ahora lo rechaza. La historia –en este caso la historia de los conceptos y sus sucesivos circuitos– se puede convertir en un peso inerte si se la defiende de forma no crítica en nombre de la tradición, pero también puede ser una fuerza extremadamente potente que activa los conceptos interactivos en lugar de constreñirlos[3]. Finalmente, los conceptos funcionan de forma diferente en comunidades académicas geográficamente dispersas que poseen diferentes tradiciones. Esto es así tanto respecto a la elección y el uso de conceptos, como respecto a sus definiciones y a las tradiciones que se integran en cada una de las diferentes disciplinas, incluso en el caso de disciplinas más recientes como los estudios culturales.

Todas estas formas de viajar hacen que los conceptos se vuelvan flexibles. En parte, es esta mutabilidad lo que hace que sirvan para generar una nueva metodología que no sea ni rígida e inmovilizante, ni arbitraria o falta de rigor. Este libro intenta demostrar que la naturaleza viajera de los conceptos supone un beneficio, más que una pérdida. En este capítulo comentaré algunos de los itinerarios de este viaje: desde el punto de partida al de llegada y vuelta atrás. Muchos de ustedes reconocerán el caso que utilizaré como ejemplo: trata de la superposición parcial de algunos conceptos que hoy en día se utilizan en varias disciplinas, conceptos que tienden a volverse confusos en un contexto mixto. Para promover el paso desde una confusa multidisciplinaridad a una interdisciplinaridad productiva, lo mejor será enfrentarse cara a cara a estos casos de superposición parcial.

 

EL VIAJE ENTRE PALABRAS Y CONCEPTOS

En las disciplinas culturales se utiliza una gran variedad de conceptos para enmarcar, articular y especificar diferentes análisis. Los más confusos son aquellos conceptos de un alcance demasiado grande que tendemos a utilizar como si su significado estuviera tan claro y fuera tan común como el de cualquier otra palabra en un lenguaje dado. Dependiendo del campo en el que el analista se haya educado y del género cultural al que pertenezca el objeto, cada análisis tiende a tomar por sentado un cierto uso de los conceptos. Otros pueden no estar de acuerdo con dicho uso, o incluso puede que lo perciban como un uso tan poco específico que ni siquiera vale la pena discutirlo. Esta confusión suele ser aún mayor con aquellos conceptos que se acercan al lenguaje ordinario. El concepto de texto podrá servir como un ejemplo convincente de esta confusión.

Se trata de una palabra del lenguaje ordinario, auto-evidente en los estudios literarios, utilizada metafóricamente en la antropología, generalizada en la semiótica, que circula ambivalentemente por la historia del arte y los estudios de cine y que es despreciada por la musicología: el concepto de texto parece andar buscándose problemas. Pero también invoca disputas y controversias que pueden resultar tremendamente estimulantes si se someten a un «trabajo elaborativo». Si no es así, estas disputas y controversias pueden dar origen a malentendidos o, lo que es peor, promover la peor clase de partidismo, incluyendo el conservadurismo disciplinar. Por ejemplo, hay muchas razones para referirse a las imágenes o a las películas como «textos». Esta referencia implica varias premisas, entre ellas la idea de que las imágenes poseen –o producen– significado y que promueven actividades tan analíticas como leer. En resumen, podemos decir que la ventaja de hablar de «textos visuales» es que nos sirve para recordar al analista que las líneas, los motivos, los colores y las superficies –al igual que las palabras– contribuyen a producir significado; por tanto, la forma y el significado no pueden separarse. Ni los textos, ni las imágenes, producen su significado de forma inmediata. En la medida en que no son trasparentes, las imágenes, al igual que los textos, requieren una labor de lectura.

Hay muchos que temen que hablar de las imágenes como si fueran textos las convierte en un fragmento de lenguaje. Pero al despreciar la analogía lingüística (algo que en cierto modo deberíamos

hacer) nos resistimos también al significado, al análisis y a una interacción cercana y detallada con el objeto. Pero esta resistencia es algo que, a su vez, deberíamos resistir o por lo menos cuestionar y discutir. El concepto de texto, precisamente porque es controvertido, promueve esta discusión en lugar de reprimirla. Por tanto, se debería promover su uso, especialmente en áreas en las que no resulta automáticamente evidente, por lo que puede recuperar su fuerza analítica y teórica[4].

Pero quizás «texto» sea un ejemplo con el que las cosas se llevan ya demasiado lejos. A lo largo de sus viajes, se ha ensuciado, ha adquirido demasiadas connotaciones, se ha resistido demasiado, así pues podría servir para aumentar la distancia entre los entusiastas y los escépticos. Entonces, ¿qué tal «significado»? Ninguna disciplina académica podría funcionar sin una noción de este concepto. En las humanidades se trata de una palabra clave. ¿O quizás de un concepto clave? A veces. Permítanme llamarla una «palabra-concepto». Esta utilización despreocupada, ahora como palabra, ahora como concepto, tiene dos inconvenientes fundamentales. Uno de los inconvenientes de utilizarlo a la ligera como palabra es la resistencia a hablar del «significado» como un problema académico. El otro es que su uso está demasiado extendido. Por lo general, cuando los académicos y los estudiantes hablan de «significado», ni siquiera especifican si la palabra significa (sic) intención, origen, contexto o contenido semántico. Esto es normal, inevitable. Justo ahora, no pude evitar utilizar el verbo «significar», porque me fue imposible decidir entre «querer decir» y «referir». Pero esta confusión es, en gran medida, responsable de un grave problema para todas las humanidades. Como resultado de ella, los estudiantes aprenden a decir que «el significado de un cuadro» es idéntico a la intención del artista, o a lo que sus motivos constitutivos significaron en un principio, o a la forma en que los entiende una audiencia contemporánea, o al sinónimo que proporciona el diccionario. Lo que trato de sugerir es que los estudiantes deberían aprender a elegir –y a justificar– uno de los significados de «significado» y a hacer de esta elección un punto de partida metodológico.

Los conceptos que comento en este libro pertenecen, en mayor o menor grado, a esta categoría en la que el lenguaje común y el lenguaje teórico se superponen. Otros conceptos, o conjuntos de conceptos, que se me ocurren –y que no son importantes para los casos que estudio en este texto– serían historia (y su relación con el presente); identidad y alteridad; subjet(ividad) y agencia; hibridación y etnicidad; individual, singular, diferente; metáforas cognitivas, científicas y tecnológicas; medio, modo, género, tipo; hecho y objetividad; y finalmente, cultura(s)[5]. Pero, tal como mencioné en la introducción, este proyecto no pretende proporcionar un recuento de conceptos claves para el análisis cultural. De eso ya se han encargado otros autores. Lo que hago es ofrecer casos de estudio como ejemplos de una práctica en la que los conceptos se van formando en el contexto en el que se dan con más frecuencia: a través del análisis de un objeto, o, en otras palabras, a través de casos de estudio; a través de fragmentos de mi propio trabajo de análisis cultural[6]. El objetivo de cada capítulo no es el de definir, discutir u ofrecer la historia del concepto al que está dedicado. Más bien, lo que intento es promover una atención flexible y detallada a lo que los conceptos pueden (ayudarnos a) hacer. Por tanto, lo importante no son los conceptos en sí, sino la forma en que propongo utilizarlos. En mi opinión, la mejor manera de pensar en ella es la metáfora del viaje.

También existe un aspecto social en la intersubjetividad que los conceptos ayudan a crear. Este aspecto social es mi principal preocupación en este libro. Los conceptos son –y siempre han sido– importantes áreas de debate. Como tales, promueven un cierto grado de consenso. Claro que el consenso absoluto no es posible o siquiera deseable, pero, si se quiere ir más allá de una mera estrategia defensiva del propio terreno, será imprescindible llegar a un acuerdo –provisional, tentativo y valorativo– sobre cuál es el mejor significado que se le puede dar a un concepto. Este libro partió de la convicción de que con la aparición de los estudios interdisciplinares los conceptos, y los debates acerca de ellos, se han vuelto cada vez más importantes. La misión de los conceptos es vital si se quiere mantener y mejorar el clima social en la academia, que las disputas sirvan para promover y no para impedir la producción de conocimiento e ideas (como desgraciadamente sucede con demasiada frecuencia). Creo que es precisamente alrededor de los conceptos donde el análisis cultural puede alcanzar un consenso comparable a la consistencia paradigmática que ha mantenido vivas –aunque también dogmáticas– a las disciplinas tradicionales[7]. Una forma de mejorar el ambiente humano y mejorar la producción intelectual es rechazar el dogmatismo sin sacrificar la consistencia. Ésta es la razón por la que creo que hablar sobre los conceptos proporciona una base metodológica alternativa para los «estudios culturales» y el «análisis». Así pues, mi primer argumento tratará de defender la centralidad de la reflexión conceptual por las razones que se explican a continuación[8].

Los conceptos nunca son meramente descriptivos; también son programáticos y normativos. Por tanto, su uso tiene efectos específicos. Tampoco son estables; están asociados con una tradición en particular. Pero su uso nunca posee una continuidad simple. Lo cierto es que «tradición» es una palabra que se mueve y no es lo mismo que el «paradigma» (kuhniano), aunque este último también está en riesgo de adquirir categoría de palabra cuando se utiliza con demasiada ligereza. La «tradición» nos habla de «la forma en la que siempre hemos hecho las cosas» como si esto fuera un valor en sí. El «paradigma» explicita aquellas tesis y métodos que han adquirido una categoría axiomática, para poder utilizarlas sin someterlas constantemente a escrutinio. Esta rigidez es estratégica y reflexionada. Pero la «tradición» no cuestiona sus cimientos; por tanto, esos cimientos se vuelven dogmáticos. Las tradiciones cambian lentamente; los paradigmas, de forma repentina. Las tradiciones cambian sin que sus habitantes se den cuenta; los paradigmas, a pesar de su resistencia. Entre ellos existe la misma diferencia que hay entre el cambio subliminal y la revolución.

Los conceptos tampoco son nunca simples. Sus varios aspectos pueden ser descubiertos, las ramificaciones, tradiciones e historias que convergen en su uso actual pueden ser evaluadas una a una. Los conceptos casi nunca se utilizan exactamente de la misma manera. Por tanto, es posible debatir sobre el modo en que se utilizan haciendo referencia a las tradiciones y escuelas de las que surgieron, lo que permite valorar la validez de sus connotaciones. Esto facilitaría enormemente el debate entre las disciplinas participantes. Los conceptos no son sólo herramientas, plantean problemas subyacentes de instrumentalismo, realismo y nominalismo, así como la posibilidad de interacción entre el analista y el objeto. Precisamente porque viajan entre las palabras ordinarias y las teorías condensadas, los conceptos pueden provocar y facilitar la reflexión y el debate a todos los niveles metodológicos en las humanidades.

 

EL VIAJE ENTRE LA CIENCIA Y LA CULTURA

Permítanme, pues, trazar la primera ruta de nuestro viaje. El trabajo con conceptos en absoluto se limita al campo cultural. Aunque los conceptos funcionan de forma diferente en las ciencias naturales y en las humanidades, los viajes de los conceptos en las ciencias y entre ellas pueden resultar ilustrativos. En el prefacio de su libro D’une science à l’autre, dedicado a la movilidad interdisciplinar de los conceptos que viajan entre las ciencias, Isabelle Stengers demuestra para qué sirve examinar los conceptos viajeros. Stengers anuncia que su libro se pregunta cómo las ciencias pueden evitar la Escila de una falsa pureza y desinterés, así como la Caribdis de la arbitrariedad y la falta de interés, cosas que a menudo parecen amenazar cuando las ideas tradicionales son desenmascaradas como vacías pretensiones. Su libro, continúa Stengers, ofrece conceptos como remedio para el dolor ante la pérdida de la inocencia (así como de la neutralidad y el desinterés). No a modo de glosario, sino como problemas teóricos, acaloradamente debatidos y susceptibles tanto de ser malentendidos como de promover el avance de la ciencia. Los conceptos como tema de debate. En nuestra cultura, las ciencias se toman más en serio que las humanidades. Esto merece una cierta atención, ya que puede que esa diferencia no esté grabada en piedra.

Las ciencias se toman en serio por lo menos en dos sentidos diferentes. El primero es de jure «por derecho», o «por ley»: «científico» es aquello que obedece las leyes del procedimiento científico. Los conceptos ocupan un lugar clave en la evaluación de la «legalidad» de las ciencias. Los conceptos son legítimos siempre que eviten la categoría de «mera metáfora» o ideología y siempre que se rijan por las normas de la cientificidad, en términos de la demarcación de, y la aplicación a, un campo de objetos. A este respecto la epistemología es normativa.

Los estudios de humanidades convencionales funcionan de forma implícita con un apoyo consensuado a esta normatividad. Es necesario arrojar la luz de las humanidades sobre esta normatividad, ya que esta normatividad tiene un problema de lógica temporal. La normatividad legalista declara con antelación qué es lo que requiere de una explicación y un análisis. En este sentido, encarna la figura retórica del proteron hysteron: que está literalmente preposterado[9], situando primero lo que en realidad va después, en términos tanto de temporalidad como de

causalidad. Esta figura enturbia la precisa relación entre tiempo y causalidad. Al desenmarañarlo de esta forma, el problema puede reenmarcarse de forma más productiva como un problema narratológico: su figura fundacional es la analepsis, la narración de lo que va después, antes de lo que va primero. Como consecuencia, la causalidad se vuelve opaca, si es que no se suspende.

La segunda forma en que la ciencia se toma en serio es de facto, «de hecho», o «en realidad», aquí, por contraste, lo «científico» es lo que es reconocido como tal dentro del campo sociocultural de la actividad científica. Un buen ejemplo práctico es la costumbre establecida de requerir una revisión por pares para solicitar una beca. Concebidas así, las normas sobre lo que resulta aceptable se mueven, son inestables, están elaboradas por los mismos actores cuyo estatus como científicos depende de cómo se juzgue lo que resulta científico. De nuevo, la narratología puede servir para aclarar el tema. El problema epistemológico es de una lógica narratológica diferente. Es principalmente actancial y no temporal[10]. El principal problema epistemológico es la fusión actancial, el doble papel de los actores sociales –es decir, de los científicos en activo– como objetos y sujetos de la evaluación. Muchos otros problemas se derivan de éste.

A menudo las comunidades científicas tratan de anular los intereses que cada uno de los actores o partes implicadas tiene en el resultado de la evaluación, dando prioridad a la epistemología normativa. Para hacerlo, (deben) pasar por alto los problemas inherentes a ésta, atribuyendo una especie de permanencia atemporal a sus criterios bajo la guisa del universalismo. Pero precisamente es esta retórica del universalismo la que choca de pleno con todo lo que la historia de la ciencia nos ha enseñado, que sugiere que el argumento de jure es en realidad un argumento de facto. Y es que el interés que participa en este proceso que se supone desinteresado se vuelve evidente haciendo que el debate se desplace inevitablemente desde la verdad legítima a la verdad de hecho; desde la ley, al uso; desde la lógica temporal, a la actancial. El segundo problema epistemológico –el actancial, basado en la ilusión de una validez universal de las normas– es pernicioso sólo en la medida en que las normas, como la neutralidad y la imparcialidad, incluyendo el criterio por el que éstas se establecen, estén inscritas en piedra, o determinadas por el interés[11].

Es aquí donde se demuestra que los conceptos juegan un papel clave en los debates metodológicos. Los conceptos sirven para demostrar que esta neutralidad es en realidad una estrategia retórica en lugar de una mera posibilidad teórica. De hecho, la falta de interés es tan letal para la investigación científica como para la investigación humanística o de cualquier otro tipo. Esto resulta evidente al reflexionar sobre la naturaleza y la efectividad de los conceptos, ya que, por encima de todo, el papel del concepto es el de enfocar el interés. Como escribe Stengers, la definición principal de los conceptos científicos es la de no dejarnos indiferentes, la de «implicarnos y obligarnos a tomar una postura» (p. 11). Una vez que nos hemos librado de la ficción de neutralidad, aún hará falta emitir ciertos juicios. El único campo de análisis que nos permite emitir juicios sobre los conceptos como claves de la cientificidad es el campo sociocultural de la actividad científica. La epistemología legal y normativa sólo se puede subordinar a esa actividad y, como la historia de la ciencia demuestra sobradamente, sus normas cambian constantemente.

Para entender el papel de los conceptos en la actividad científica, cuya prioridad sobre la epistemología normativa acabamos de defender, deberemos examinar las siguientes características de los conceptos científicos. Según Stengers, los conceptos requieren una operación que implica la redefinición de las categorías y los significados, tanto en el campo fenomenológico como en el social. De facto, los conceptos organizan un grupo de fenómenos, definen qué preguntas relevantes se les pueden plantear y determinan qué significados se pueden atribuir a las observaciones sobre estos fenómenos. De jure –y aquí me gustaría insistir en que la segunda parte de este problema se subordina a la primera–, la adecuación de los conceptos debe ser otorgada y, por tanto, reconocida. Un concepto debe reconocerse como adecuado. Esta adecuación no es «realista»; no se trata de una representación verdadera. En realidad, un concepto será adecuado en tanto en cuanto provoque la organización efectiva de los fenómenos, en lugar de ofrecer una mera proyección de las ideas y presuposiciones de sus defensores (p. 12). La razón de ser del debate en la actividad científica es la de minimizar el riesgo de tomar esto último, la proyección, por lo primero, la producción. Por tanto, es inevitable que exista una cierta predominancia de la epistemología posicionada [standpoint epistemology][12]. Entre los criterios que se suelen utilizar están, por ejemplo, el requisito de que el concepto proporcione un cierto sentido de «acceso auténtico a los fenómenos» (Stengers, p. 11), de que la nueva organización sea atractiva y que produzca información nueva y relevante. Obviamente, todos estos criterios poseen una naturaleza relativamente subjetiva, quedan determinados por el interés que genera el concepto y lo que éste produce. Así pues, por lo menos en parte y de forma provisional, provocan una postura de epistemología posicionada.

Stengers dedica gran parte de su introducción a la noción de que los conceptos «nómadas» tienen capacidad de «propagación», un término que utiliza para evitar equipararlo con su elemento negativo, la «propaganda»[13]. Un concepto que surge de un campo, se propaga en otro campo que cambia su significado y cuyo significado, a su vez, es alterado, esto constituye la característica principal de los conceptos, y esto puede suponer tanto un beneficio como una pérdida o un peligro. Sólo a través de la constante reevaluación de la capacidad de un concepto para organizar los fenómenos de forma nueva y relevante es posible valorar si éste continúa siendo productivo. Esta reorganización puede ser mucho más visible en las ciencias naturales que en los campos culturales. Pero, incluso si nos limitamos a un sólo artefacto cultural, la reorganización de sus fenómenos, aspectos y elementos –como pueden ser las palabras, los motivos, los actores o los acontecimientos– a través de los conceptos que utilizamos sobre este artefacto puede ser innovadora y dar pie a nuevas formas de comprensión más importantes que el artefacto en sí. El concepto, a través de la reorganización que facilita, promueve la producción de significado.

En este punto nos encontramos con que las ciencias naturales y las disciplinas culturales comparten una preocupación metodológica crucial. Stengers lo explica identificando dos significados de «propagación»: la difusión, que diluye y finalmente acaba por neutralizar los fenómenos, como sucede con la propagación del calor; y la propagación epidémica, en la que cada partícula se convierte en el agente que genera una nueva propagación sin debilitarse en el proceso (p. 18). La «difusión» es el resultado de «aplicar» los conceptos a la ligera y de forma injustificada. En este caso, tal aplicación implica utilizar los conceptos como etiquetas que no explican ni especifican, sino simplemente nombran. Este tipo de etiquetado se da cuando un concepto se pone de moda, sin que se encuentre el nuevo significado que debiera acompañar a esta reutilización del concepto. Por ejemplo, recuerdo claramente la repentina popularización de la palabra «siniestro» [unheimlich], así como un cierto abuso de la palabra «trauma», lo que resulta más preocupante.

En este punto digo «palabra» y no «concepto» porque, en estos casos, la dilución despoja al concepto de su fuerza conceptualizadora: de su capacidad de distinguir y, por tanto, de hacer el objeto comprensible en su especificidad, es decir, de «teorizarlo», promoviendo el conocimiento, la comprensión y el entendimiento. Por ejemplo, «trauma» se utiliza con ligereza para referirse a todas las experiencias tristes, aunque, de hecho, el concepto teoriza un efecto psíquico distintivo provocado por acontecimientos de una magnitud tan demoledora que el sujeto que se ve asaltado por ellos, precisamente, es incapaz de procesarlos en cuanto experiencias. Es decir, el concepto «trauma» ofrece una teoría que el uso poco cuidadoso de la palabra suprime[14].

La «propagación» en el sentido de «contaminación» –a pesar de sus connotaciones negativas e incluso del miedo que esta metáfora provoca– mantiene el significado del concepto con una precisión constante, de modo que, en lugar de diluirlo, funciona como una linterna potente y bien delimitada. Estas dos metáforas conceptuales que proporcionan las ciencias, «difusión» y «propagación», también sirven para aclarar el intricado problema de la aplicación de los conceptos en las humanidades.

El último elemento que define a un concepto es la capacidad fundacional inherente a su descubrimiento. Esto permite describir los fenómenos y experimentar con ellos, lo que a su vez posibilita una intervención real, un nuevo concepto funda un objeto consistente en categorías claramente definidas (Stengers, p. 29). En las humanidades, esta capacidad fundacional va acompañada de una nueva articulación, que implica nuevas prioridades y una nueva ordenación de los fenómenos dentro de los complejos objetos que constituyen el campo cultural. Haciendo una interpretación un tanto grandilocuente, podríamos decir que un buen concepto sirve para fundar una disciplina o un campo científico. Por tanto, anticipando ya el tipo de examen especializado al que se dedicará este libro, se podría decir que la articulación del concepto de narratividad en las humanidades y las ciencias sociales fundó la disciplina de la narratología. Se trata de una intedisciplina precisamente porque define un objeto, una modalidad discursiva, que se encuentra activa en muchos otros campos.

Los conceptos juegan un papel crucial en el tráfico entre disciplinas gracias a dos consecuencias de su capacidad para propagar, fundar y definir un campo de objetos: al fusionar la epistemología y la actividad científica, capturan la cientificidad de la metodología que sostienen[15]; y, en el sentido opuesto, consiguen «endurecer» la ciencia en cuestión, al determinar y restringir lo que cuenta como científico. Puede que aquéllos que desesperan ante el tipo de situaciones pedagógicas que describo en la introducción encuentren aquí algún consuelo, pero será un consuelo falso, dado que en esas situaciones lo que hace falta es des-endurecer el concepto, des-naturalizar la auto-evidencia que cada grupo disciplinar ha adoptado irreflexivamente. Las conversaciones de carácter interdisciplinar no conducen ni a una actitud de «todo vale», ni a una incapacidad de decisión o aporía. En lugar de ello, el endurecimiento y el des-endurecimiento se alternan y transforman.

No es de extrañar que, en ocasiones, las conversaciones interdisciplinares se vuelvan provincianas y quisquillosas. La mejor forma de resolver esa situación es a través de la conversación explícita. Cada participante debe responder tanto a su propia comunidad disciplinar dentro de su terruño como a los «extranjeros» que visita, cuyo lenguaje aún no domina. Aunque un participante haya sido educado en un campo interdisciplinar, ese campo no cubrirá todo el terreno que cubren todos los demás campos implicados, cuyos miembros participan en la conversación. El tener que responder por partida doble es una situación ventajosa, aunque laboriosa.

En este punto, me gustaría insistir en que la protección de las mono- disciplinas no es sólo negativa. Siempre que esta protección mantenga sus fronteras permeables, incluso la consideraría imprescindible, tanto para cada una de las disciplinas individuales como para los esfuerzos de la interdisciplinaridad. Un cierto proteccionismo es útil contra la dilución, con la que la imprecisión universal amenaza con derrocar los mecanismos mediante los que el concepto sirve al análisis. Los viajes que narro en este libro deben considerarse en términos de «propagación», no de «difusión». Sin embargo, esta última es la práctica más habitual y a menudo se presenta bajo el eslogan de la multidisciplinaridad. La metáfora del viaje puede ayudarnos a aclarar la diferencia entre la interdisciplinaridad y la multidisciplinaridad y a comprender por qué esta diferencia es tan importante.

 

EL VIAJE ENTRE DISCIPLINAS: LA VISIÓN Y EL LENGUAJE

Permítanme que ofrezca un ejemplo de una situación en la que la propagación de un concepto ha sido potencialmente productiva, pero también potencialmente diluyente. El ejemplo consiste en un grupo de conceptos cercanos: «mirada», «focalización» e «iconicidad». Estos conceptos son diferentes, pero guardan una cierta filiación. Con frecuencia se los aglutina, lo que resulta nefasto, o, alternativamente, se los separa, lo que resulta empobrecedor. El siguiente reportaje describe los viajes que han realizado. En este diario de viaje, aportaré mi visión de lo que ha pasado con estos conceptos en el campo cultural, desplazándome entre este desarrollo general y mi propio itinerario intelectual.

La «mirada» es un concepto clave de los estudios visuales, sobre el que me parece importante ser algo puntillosa si se quiere evitar la imprecisión. Se utiliza con frecuencia en campos cuyos miembros participan de los estudios culturales. El análisis que Norman Bryson ofrece de la vida de este concepto, inicialmente en la historia del arte y después en los estudios feministas y de género, demuestra por qué se trata de un concepto sobre el que vale la pena reflexionar[16]. Bryson insiste acertadamente en que el feminismo ha tenido un impacto decisivo sobre los estudios visuales; los estudios de cine no estarían donde están hoy si no fuera por éste. A su vez, los estudios de cine, sobre todo entendidos de la forma más amplia, que incluye a la televisión y a los nuevos medios, son un área clave de los estudios culturales. El itinerario que traza Bryson está influido en gran medida por la centralidad del concepto de la mirada en todas las disciplinas participantes. Si además tomamos en consideración que, por lo menos en Estados Unidos, los estudios sobre cine surgieron en los departamentos de Literatura, el mapa de espacio-y-tiempo se vuelve realmente interesante.

El concepto de mirada tiene toda una serie de historias diferentes. En ocasiones se utiliza como equivalente de «visión» [look] para indicar la posición del sujeto que mira. Como tal, señala una posición, real o representada. También se utiliza en contraposición a «visión», como un modo de mirar colonizador, fijo y fijador, que cosifica, se apropia, desarma e incluso, posiblemente, viola. Su sentido lacaniano (Silverman, 1996) es ciertamente diferente, o incluso opuesto, a su uso más habitual como el equivalente de «visión» o de una versión de ésta[17]. Por decirlo de forma más sintetizada, la «mirada» lacaniana es el orden visual (equivalente al orden simbólico, o a la parte visual de ese orden) en el que el sujeto está «atrapado». En este sentido, se trata de un concepto fundamental para entender los campos culturales, incluidos aquéllos que se basan en el texto[18]. La «mirada» consiste en el mundo que mira (de vuelta) al sujeto.

En su uso más habitual –quizás situado entre la palabra y el concepto– la «mirada» es el «mirar» que el sujeto lanza a otras personas y cosas. Fue el feminismo el que comenzó a examinar el impulso cosificador de la mirada, sobre todo en los estudios de cine, donde el sentido específicamente lacaniano continúa siendo importante. Recientemente los críticos culturales –incluidos los antropólogos– se han interesado por el uso de la fotografía en la investigación histórica y etnográfica. En un sentido más general, se han reconocido los efectos productores de sentido de la imagen, incluidos sus efectos textual-retóricos. Desde luego, la «mirada» también es fundamental en este tipo de análisis[19]. La cosificación y la debilitante exotización de los «otros» desarrollan aún más el problema de la desigualdad de poder que este concepto ayuda a revelar. De hecho, los conceptos afiliados de el otro y la alteridad han sido sometidos a escrutinio por su complicidad con las fuerzas imperialistas que «poseen» la «mirada» en este material fotográfico y cinematográfico. Este concepto, que permite analizar material no-canónico, como las fotografías familiares, también ayuda a superar las fronteras entre la cultura de élite y la cultura en general. Entre todos estos usos, es necesario examinar el concepto en sí mismo. No se trata de reglamentarlo o de prescribir un uso purificado de éste, sino de valorar su potencial y de delimitar o asociar los objetos a los que se les ha aplicado.

A medida que se ha ido desarrollado en la comunidad cultural, el concepto de «mirada» ha demostrado su flexibilidad e inclinación hacia la crítica social. Pero también tiene una importancia más práctica para el problema de la metodología interdisciplinar. Aunque no es idéntico a él, el concepto de mirada mantiene una cierta afiliación con el concepto de focalización de la teoría narrativa. Fue de ahí de donde surgió mi interés por él. Mis primeras obras trataban de ajustar este concepto. De hecho, aunque su origen es evidentemente visual, en la teoría narrativa el concepto de focalización se ha utilizado para superar ciertas delimitaciones visuales, así como los problemas metafóricos de conceptos como «perspectiva» y «punto de vista».

El concepto de focalización puede ayudar a aclarar un problema tan complejo como la relación entre el mirar y el lenguaje, entre la historia del arte y los estudios literarios, precisamente porque no se trata de un concepto idéntico al de la «mirada» o el «mirar» (aunque tenga una filiación confusa pero persistente con éstos). La pregunta habitual frente a estos tres conceptos es qué efecto tiene el mirar de una figura representada (narrada o figurada) sobre la imaginación del lector o sobre la visión del espectador. Permítanme aclarar brevemente lo que está en juego en esta pregunta como prueba de que los conceptos pueden ganar en precisión y alcance gracias a sus viajes, y no a pesar de ellos, siempre que la multidisciplinaridad «difusora» se rinda a la interdisciplinaridad «propagadora[20]».

La «focalización» fue el objeto de mi primera pasión académica cuando me convertí en narratóloga en los años setenta. Retrospectivamente, me doy cuenta de que mi interés por desarrollar un concepto más fructífero que reemplazara aquello que los críticos literarios llamaban «perspectiva» o «punto de vista» provenía de mi creencia en la importancia cultural de la visión, incluso para aquellas formas de arte más textuales. Pero la visión no debe entenderse sólo en el sentido técnico-visual. En un sentido algo metafórico, pero indispensable de lo imaginario –parecido, pero no idéntico a la imaginación–, la visión implica tanto mirar como el interpretar, y ambos participan en la lectura literaria. Éste es un argumento para recomendar el verbo «leer» en el análisis de las imágenes visuales, aunque también es una razón para no excluir lo visual del concepto de focalización. Aquí, el peligro de dilución debe sopesarse cuidadosamente en relación con el empobrecimiento que podría causar un excesivo esencialismo conceptual.

El término «focalización» también ha ayudado a superar las limitaciones impuestas por herramientas lingüísticas heredadas del estructuralismo. Éstas se basaban en la estructura de la oración y no me sirvieron para explicar qué es lo que sucede entre los personajes en la narrativa, las figuras en la imagen, y los lectores de ambos. El énfasis de la semántica estructuralista en el contenido expresable y generalizable dificultaba mis intentos por entender cómo se expresaban dichos contenidos –qué efectos y qué objetivos tenían– a través de lo que se podría llamar «redes de subjetividad[21]». La hipótesis según la cual los lectores visualizan, es decir, crean imágenes a partir de estímulos textuales, atraviesa la teoría semántica, la gramática y la retórica para poner de relieve la presencia y la importancia crucial de las imágenes en la lectura[22]. En cierta ocasión, conseguí descifrar un antiguo problema de filología bíblica con «simplemente» visualizar el texto, en lugar de descifrarlo, y saboreé el enorme placer y estimulación que acompañan a los «descubrimientos[23]». Permítanme llamar al resultado provisional de esta primera fase de la dinámica del concepto-en-uso la «mirada-como-focalizador».

La segunda fase circula en la dirección opuesta. Pensemos en «Rembrandt», por ejemplo. El nombre representa un texto- «Rembrandt» como el cúmulo cultural de imágenes, des-atribuidas y re-atribuidas según que el talante cultural sea expansivo o purificador. Asimismo, representa los discursos acerca de la figura real e imaginaria que este nombre indica. Las imágenes llamadas «Rembrandt» demuestran una indiferencia notable hacia la perspectiva lineal, pero también son fuertemente narrativas. Lo que es más, muchas de estas imágenes están repletas de problemas importantes desde la perspectiva de género –como el desnudo, escenas relacionadas con la violación y pinturas de historia basadas en mitos que enmarcan a mujeres–. Por todas estas razones, la «focalización» se impone como un concepto operativo, mientras que la «perspectiva» no nos traería más que problemas. Pero, aunque la narratividad pueda funcionar con independencia del medio, transferir a textos visuales un concepto específico de la teoría narrativa –en este caso «focalización», que casi siempre se utiliza en el análisis de narrativas verbales– requiere que valoremos su campo, su productividad y su potencial para «propagarse» frente al riesgo de que se «diluya[24]».

Esta valoración es particularmente importante dada la doble ambigüedad que nos amenaza aquí. En primer lugar «focalización» es una inflexión narrativa de la imaginación, la interpretación y la percepción que puede consistir en «invocar una imagen» [imaging] visual, pero no necesariamente. Equiparar la «focalización» con la «mirada» sería volver al punto de partida, deshaciendo el trabajo de diferenciación entre dos modos diferentes de expresión semiótica. En segundo lugar, proyectar la narratividad sobre imágenes visuales constituye un movimiento analítico que posee un gran potencial, pero también muy específico. En pocas palabras: no todas las imágenes son narrativas, del mismo modo que no todos los actos narrativos de focalización son visuales. Sin embargo, las narrativas y las imágenes comparten la visualización como forma de recepción. Las diferencias entre ellas son tan importantes como sus elementos comunes.

El examen del concepto de «focalización» para su uso en el análisis de imágenes visuales era particularmente urgente en mi propia obra, ya que esa nueva área, la de las imágenes visuales, parecía contener una huella de la palabra por la que se conoce el concepto. Se trataba del momento de la verdad: ¿era la «focalización» en la narratología «sólo una metáfora» que se había tomado prestada de lo visual?; y si era así, ¿recuperaba su significado literal cuando se utilizaba en el análisis visual? Si esto último hubiera sido cierto, los viajes no le habrían aportado nada al viajero.

Para resumir de nuevo, el concepto de focalización nos permite articular la visión precisamente gracias a su movimiento. Después de viajar, primero desde el campo visual a la narratología y posteriormente al análisis más específico de las imágenes visuales, la focalización, al llegar a su nuevo destino, al análisis visual, ha recibido un significado que no coincide ni con su antiguo significado visual –enfocar con una lente– ni con su nuevo significado narratológico –la amalgama de percepción e interpretación que guía la atención a través de la narrativa–. Ahora ya no sirve para indicar una localización de la mirada en el plano pictórico, ni para indicar el sujeto de ésta, ya sea como figura o como espectador. En lugar de ello, lo que se vuelve visible es el movimiento de la visión. En este movimiento, la visión se encuentra con las limitaciones que impone la mirada, el orden visual. La mirada establece los límites de las posiciones respectivas de las figuras, la que ejerce una forma de ver cosificadora y colonizadora y la que se convierte en objeto desarmado de esa forma de ver. El verdadero objeto de análisis es la tensión entre el movimiento del focalizador y estas limitaciones. Es aquí donde los aspectos estructurales y formales del objeto adquieren significado y se vuelven dinámicos y culturalmente operativos, mediante el efecto temporal y cambiante de la cultura en la que se enmarcan.

Éste es un ejemplo de un concepto que ha viajado desde una disciplina a otra y de vuelta a la primera. Este itinerario debe llamarse interdisciplinar en un sentido específico. Llamarlo «transdisciplinar» sería presuponer la rigidez inmutable del concepto, que hubiera viajado sin transformarse; llamarlo «multidisciplinar» sería someter a ambos campos disciplinares a una misma herramienta de análisis. Ninguna de estas opciones sería viable. En lugar de ello, lo que se requiere es una negociación, transformación y revaloración a cada paso. El concepto de focalización, gracias a sus raíces narratológicas, importó una movilidad sobre el terreno visual que sirvió para complementar de forma productiva y útil el potencial para estructurar la visualización que en la primera fase se había exportado desde lo visual hasta lo narrativo[25].

 

EL VIAJE ENTRE EL CONCEPTO Y EL OBJETO

Todo esto suena terriblemente abstracto. De hecho, este trabajo sobre los conceptos gemelos de la mirada y la focalización se debe por completo a estudios concretos sobre objetos específicos, llevados a cabo tanto por mí como por otros, estudios en los que los conceptos han viajado entre la teoría y los objetos sobre los que han sido arrojados. Para sacar algo más de jugo a este punto, sin llegar al tipo de concreción detallada que se ofrece en los siguientes capítulos, permítanme señalar un elemento particular del viaje del concepto de focalización que nos permitirá comprenderlo mejor. Se trata de su «viaje a través del tiempo», su recorrido a través de la historia no-lineal que forma parte integral de la movilidad conceptual. En otras palabras, la historia del concepto tal y como la he vivido en los primeros años de mi vida académica. Una de las razones por las que la movilidad de los conceptos (sus viajes a través del espacio, el tiempo y las disciplinas) es importante, son los beneficios de entender las afiliaciones, herencias y recuerdos parciales que participan de su desarrollo y aplicación. Esto es algo que ya he sugerido a través del concepto de hibridación. Cuando estaba desarrollando el concepto de focalización, pero también más adelante, cuando estudiaba los problemas de la mirada, la relación con la lingüística se hizo necesaria. Los estudios literarios no pueden pasar sin ella, ya que una de las características del objeto de los estudios literarios es la de ser lingüístico.

En un momento dado, quien me proporcionó esta inspiración lingüística fue una figura marginal dentro del movimiento estructuralista que jamás habló abiertamente sobre la visualidad: Emile Benveniste. A pesar de que los subsecuentes derroteros de la lingüística hicieron que algunas de sus primeras formulaciones quedaran «obsoletas», hay que reconocer la importancia de la obra de Benveniste para el problema específico de cómo organizar la superposición parcial de los conceptos[26]. Su teoría lingüística se presta a la exploración interdisciplinar en formas que promueven la creación de nuevos conceptos e ideas. Esta disertación sobre la mirada y la focalización se beneficia de ideas inspiradas en Benveniste que sirven para complementar el enorme potencial analítico de ambos conceptos.

Comparado con Lévi-Strauss, Lacan, Foucault, Derrida y Deleuze, por evocar una serie de hombres sabios, Benveniste es probablemente el menos reconocido de todos esos «maestros del pensamiento» francés cuya influencia ha sido tan constante en el último cuarto del siglo XX. Reconocer esta influencia es una cuestión de fuerza y consistencia intelectual. Su obra es imprescindible no sólo para entender lo que Lacan hizo con el legado de Freud, sino para apreciar la deconstrucción del logocentrismo (la predisposición hacia el contenido) de Derrida y para entender de qué sirven las definiciones de epistema y poder/conocimiento de Foucault[27]. Su obra también es clave para comprender los avances de la filosofía analítica tal y como se han ido filtrando en el estudio de la literatura y las artes en el concepto de performance. Anticipándome al capítulo 5, resumiré brevemente cómo el concepto popular de performatividad y el concepto más idiosincrásico de focalización confluyeron en otra especificación de la combinación mirada/visión.

Como es sabido, la referencia –que es tanto un nombre como un verbo– es secundaria a la deixis, la interacción «yo-tú» que constituye un tiovivo referencial[28]. Sin embargo, la influencia decisiva de Benveniste no se debe a uno de sus conceptos, sino a una de sus ideas básicas: la idea de que lo esencial del lenguaje no es la referencia, sino la subjetividad que se produce a través de un intercambio entre el «yo» y el «tú». Continuaré con el ejemplo de la sección previa utilizando el debate alrededor de la focalización en el que yo misma he participado. Invoco este debate para demostrar las consecuencias de la primacía de la interacción «yo»/«tú» a la hora de teorizar a través de conceptos. En el caso del concepto de focalización, yo he propuesto una forma de reconfigurarlo que retrospectivamente me parece estar basada en la idea benvenistiana y que se aleja del uso que le dio Gérard Genette en 1972.

La focalización es la relación entre el objeto y el sujeto de la percepción. La importancia de este concepto para mí fue que en él encontré una herramienta que me permitía conectar el contenido –visual o narrativo, como las imágenes en movimiento– con la comunicación. Me permitió explicar ese elemento del discurso que constituye al sujeto, hacia el que me había conducido la teoría del lenguaje de Benveniste. Es un error asumir que el concepto de focalización que yo he defendido se puede entender como una amalgama del uso que hace Genette de este término y el mío propio, tal como se ha alegado a menudo en los estudios literarios; en realidad ambos son totalmente irreconciliables.

Esto es algo que ni yo misma sabía cuando comencé a escribir sobre el tema. Cuando me puse a escribir una valoración crítica de sus diferencias y sus diferentes marcos metodológicos y políticos, entendí por primera vez las formidables consecuencias de lo que había parecido ser pequeñas modificaciones. En apariencia no eran más que puntualizaciones en los márgenes de un término, sólo un poco de jerga. Pero estas diferencias diminutas (en el sentido formal) estaban asociadas a problemas como la aceptación ciega de las estructuras de poder ideológicas frente al análisis crítico de éstas. Desde entonces, ha habido una disputa continuada sobre este punto que resumiré a continuación. Para Genette, una narrativa puede estar desenfocada, es decir, puede ser «neutral». Para mí, esto no es posible y fingir que lo es solo sirve para mistificar el inevitable impulso ideológico del texto. Vale la pena tener en cuenta que esta diferencia, incluso dentro de un sólo texto literario, ya indica una diferencia disciplinar fundamental entre el interés literario de Genette y mi propio interés en el análisis cultural.

A la hora de distinguir entre los posibles focalizadores responsables de la descripción de Philéas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne, la diferencia entre la «focalización cero» de Genette y mi insistencia sobre el «sujeto de la focalización» resulta estar relacionada con la posibilidad de superar la firme oposición sujeto/objeto. Esta diferencia reveló la exclusión del análisis formal o estructural de problemas políticos como la clase, facilitando así su reinserción. Quizás lo más importante fuera que mi versión de la focalización daba la posibilidad de analizar un texto, en lugar de parafrasearlo y categorizarlo a grandes rasgos[29]. Esto parece poca cosa, armar mucho ruido por un pequeño pasaje. Pero, de hecho, esta idea fue totalmente contingente a la defensa de una noción performativa de la producción de significado en la subjetividad y a través de ella, una idea que Benveniste ya había iniciado sin jamás preocuparse por el concepto de performatividad. Esto no sólo decidió la interpretación del concepto de focalización que después desarrollaría, sino también la importancia dentro de ese concepto de lo que posteriormente entendería como marco.

En el capítulo cuarto hablaré del marco y demostraré su utilidad. Lo que nos ocupa aquí es que el ataque de Benveniste a la prioridad de la referencia en favor de la deixis tiene consecuencias que van más allá de su propia disciplina, alcanzando las esferas de la interacción social y la práctica cultural, los varios campos a los que se dedican las humanidades. Si la distribución de posiciones de sujetos entre la primera y la segunda persona (lingüísticas) constituye la base de la producción de significado –como yo y muchos otros creemos–, no existirá ningún apoyo lingüístico para ninguna forma de desigualdad, supresión o predominancia de una cierta categoría de sujetos en la representación.

En contraposición a la oposición entre objeto/sujeto que promueve la referencia, Benveniste ataca con un solo gesto la autoridad individual y sus varias versiones en los textos culturales. Para examinar las desigualdades y autoridades que sin duda estructuran esos textos, la base de esas posiciones y distribuciones no debe buscarse ni en el significado como producto de la referencia ni en la intención del autor. En lugar de ello, el significado es producido por las presiones del «yo» y del «tú», que continuamente cambian de lugar respecto a los significados que son capaces de generar. Estas presiones no parten de los sujetos –cuya posición lingüística los sitúa precisamente como vacíos de significado, al margen de la situación de la comunicación–, sino que llegan hasta ellos y los llenan de significado. Este relleno les llega desde fuera, desde el marco cultural, cuya presión es lo que les permite interactuar en primera instancia.

Por tanto, la estrecha relación que existe entre la focalización y la mirada es importante debido a la ambigüedad de esta última –es decir, la diferencia entre la mirada lacaniana y el uso ordinario de la palabra, sinónimo de la visión lacaniana– y no a pesar de ella. El concepto de mirada nos ayuda a valorar la carga ideológica de una posición-de-sujeto como focalizador. En la novela de Verne, Passerpartout, que es el que ve [bearer of the look], es el focalizador. Passerpartout es un sirviente deslumbrado por su amo, Philéas Fogg, ya que es incapaz de librarse de la presión de la estructura social, de la mirada; esto es justamente lo que refleja la descripción. Por tanto, este concepto nos ayuda a comprender cómo la estructura –la posición de sujeto de Philéas– revela una ideología –el confinamiento a una clase social– sin hacer que el sujeto sea individualmente responsable de ésta.

Ésta es también la forma en que la mirada-como-visión y la mirada lacaniana como parte visual del orden simbólico y cultural pueden confluir. Mientras que la mirada lacaniana proporciona el marco que posibilita la producción de significado, el tenedor inestable de la visión, el focalizador se convierte ahora en «yo», ahora en «tú», y debe negociar su posición dentro de estos confines. Por tanto, el sujeto de la semiosis vive en una situación dinámica que no queda totalmente subordinada a la mirada, como ciertas interpretaciones algo paranoicas

de Lacan proponen, pero tampoco es totalmente libre para dictaminar el significado, como si fuera el amo de la referencia, una cualidad que a menudo se atribuye al sujeto. Esto me lleva al último aspecto del viaje de los conceptos en relación a los objetos: el hecho de que se trasladan constantemente entre la teoría y el análisis.

A través de mi trabajo sobre los conceptos de «focalización», «subjetivación» y «mirada», me di cuenta, en primer lugar, de que el análisis jamás puede consistir simplemente en la aplicación de un aparato teórico, como me habían enseñado. La teoría es tan móvil y susceptible al cambio, está tan enraizada en diferentes contextos históricos y culturales, como los objetos a los que se aplica. Ésta es la razón por la que la teoría –cualquier teoría específica rodeada por el cinturón protector de la ausencia de duda y dotada, por tanto, de categoría dogmática– no reúne los requisitos necesarios para servir como guía metodológica en la práctica analítica. Pero, en segundo lugar, también me di cuenta de que la teoría es indispensable. A pesar de ello, en tercer lugar, me percaté de que la teoría nunca trabaja en solitario; nunca está «suelta». Por tanto, la pregunta clave para fundamentar un argumento a favor del análisis cultural es la siguiente: ¿no son la teoría y el análisis detallado los únicos campos de pruebas de una actividad que requiere tanto metodología como relevancia? Lo que intento proponer es que realizar un análisis detallado desde una perspectiva teórica hace que evitemos tanto las generalizaciones y el partidismo como la clasificación reductora en pos de una supuesta objetividad.

Un análisis detallado, informado por la teoría, pero no sobre-determinado por ésta, en el que los conceptos constituyen el principal campo de pruebas, puede evitar estas enfermedades fatales que afectan tanto a los estudios culturales como a las disciplinas tradicionales. Parecería que cuestionar ciertos conceptos que a todas luces parecen ser correctos o, al contrario, demasiado cuestionables para continuar utilizándolos sin más, que revisar estos conceptos en lugar de rechazarlos es una actividad de lo más responsable para un teórico. Curiosamente, aquellos conceptos que parecen soportar este escrutinio pueden resultar ser más problemáticos que los demás. Hay algunos conceptos que damos por sentado, cuyo significado está tan generalizado que no aportan nada a la práctica analítica. Es en este punto donde interviene el análisis.

Las tres prioridades metodológicas sugeridas hasta ahora –procesos culturales por encima de objetos, intersubjetividad más que objetividad y conceptos por encima de teorías– confluyen en la actividad que he propuesto llamar «análisis cultural». Como teórica profesional, creo que, en el campo del estudio de la cultura, la teoría tiene sentido sólo cuando se utiliza en estrecha interacción con los objetos de estudio a los que se refiere, es decir, cuando los objetos son considerados y tratados como «segundas personas». Es en este punto donde los problemas metodológicos que se plantean alrededor de los conceptos pueden ser arbitrados sobre una base que no es ni dogmática ni totalmente libre. Cuando ponemos a prueba los conceptos mediante un análisis cercano y detallado, pueden servir para establecer una intersubjetividad muy necesaria, no sólo entre el analista y la audiencia, sino también entre el analista y el «objeto». Para hacer hincapié en este punto, sugiero reconfigurar y reconcebir los «estudios culturales» como «análisis cultural».

¿Qué tiene que ver el análisis con todo esto y qué papel juega aquí la teoría (en este caso lingüística)? Cualquier actividad académica vive a base de limitaciones, pero también requiere libertad para ser innovadora. La negociación entre éstas es delicada. La norma por la que yo me rijo, por la que hago que se guíen mis alumnos y que ha sido la limitación más productiva que me he impuesto en toda mi carrera académica, es la de jamás limitarme a teorizar, sino permitir además que el objeto «me responda». Generalizar sobre los objetos o citarlos como ejemplos los vuelve mudos. El análisis detallado –en el que ninguna cita podrá servir como ilustración, sino que será siempre sometida a un profundo y detallado escrutinio, suspendiendo las certitudes– se resiste a la reducción. Aunque es evidente que los objetos no pueden hablar, se les puede tratar con suficiente respeto hacia ese silencio irreduciblemente complejo e improductivo, que sin

embargo no constituye un misterio, como para permitirles que controlen el impulso de nuestra interpretación, desviándolo y complicándolo. Esto es aplicable a los objetos culturales en el sentido más amplio, no sólo a aquellos objetos que llamamos arte. Por tanto, los objetos que analizamos sirven para enriquecer tanto la interpretación como la teoría. Así pues, la teoría puede pasar de ser un rígido discurso maestro a convertirse en un objeto cultural vivo[30]. De esta forma podemos aprender de los objetos que constituyen nuestro campo de estudio. Y es por esta razón por la que los considero sujetos[31].

La consecuencia lógica de este doble compromiso –con la perspectiva teórica y los conceptos por un lado y con la lectura detallada por el otro– es el cambio constante de los conceptos. Ésta es otra forma en la que los conceptos viajan: no sólo entre disciplinas, lugares y tiempos, sino también dentro de su propia conceptualización. En este caso, viajan guiándose por los objetos que encuentran. Esta transformación interna puede demostrarse a través del concepto emergente de poética visual, que implica tanto una especificación de la focalización como una transformación mediante un viaje interdisciplinar entre el análisis literario y el visual y entre el concepto y el objeto. El término «poética visual» no es un concepto, sino una estrategia en la que conceptos afiliados, como focalización, mirada y marco, confluyen para convertirse en algo más que un mero concepto: en el esqueleto de una teoría.

 

EL VIAJE ENTRE CONCEPTOS

Precisamente por esta razón, construir puentes entre las disciplinas tradicionales y el análisis cultural puede resultar muy útil. Permítanme tomar las Recherches de Proust como ejemplo indiscutible. A fin de cuentas, en la era estructuralista sirvió como el principal objeto para el desarrollo de la narratología. Fue el caso de Genette. Parecería justo comenzar este intento de trazar una poética visual a partir del legado que nos dejó el principal defensor de la corriente de la narratología estructuralista[32].

Hay dos malentendidos acerca de esta «poética visual» que pueden hacer mucho daño tanto a la propia «poética visual» como al estudio de la cultura en general. En primer lugar, a pesar de las elevadas asociaciones que pueda evocar para algunos la palabra «poética», no existe ninguna conexión entre lo visual y el «arte culto», la pintura o ningún otro género visual reconocido. Tampoco existe ninguna conexión con el lenguaje como sistema de signos significativo. En segundo lugar, esta «poética» exige una discusión en el marco semiótico que vale la pena comenzar declarando que el término «icónico», que con tanta frecuencia se aplica a lo visual como resultado de otro malentendido, tampoco puede utilizarse para «leer» los objetos. Esto ayudará a aclarar la forma en que los conceptos viajan entre uno y otro[33].

Del mismo modo que la focalización no puede ser simplemente proyectada desde la narrativa a las imágenes visuales, la iconicidad no puede ser equiparada con la visualidad. Sin embargo, la inconicidad siempre se cita en los estudios que hablan de cómo el campo visual contribuye al literario, que parece ser su contrapunto sistémico. Desde luego, existen varios casos conocidos de iconicidad en la onomatopeya, en la poesía visual como la de Apollinaire y en novelas donde una página en blanco esconde un crimen (Le voyeur, de Robbe-Grillet) o la duración inmensurable del sueño (L’après-midi de Monsieur Andesmas, de Duras). Pero el concepto no sirve de gran cosa a la hora de explicar cómo un sentido o medio –por ejemplo, la visión– invade el campo de otro, como el del lenguaje. La motivación de la semiótica es precisamente la de ofrecer una perspectiva independiente del medio, la de no restringir los medios a sólo uno de sus componentes. La distribución de los conceptos peircianos entre los medios elimina su potencial crítico. Si la iconicidad fuera igual a lo visual y lo simbólico a lo literario, no habría nada en absoluto que pudiera obtenerse de esa traducción[34].

A mí, por el contrario, me interesa examinar hasta qué punto y de qué forma el encuentro de los sentidos con los conceptos puede tener lugar en las encrucijadas entre los medios –en este caso, en el lenguaje–, y valorar la importancia de otros medios en tanto que otros. Es aquí donde el ejemplo de Proust, el favorito de muchos teóricos, viene a colación. Como campo de juego para esta investigación, el texto de Proust es casi demasiado bueno para ser verdad. Es rico en evocaciones visuales, pero no particularmente rico en iconos. Además, los iconos que contiene suelen ser auditivos en lugar de visuales. Pero está repleto de «tomas» visuales y de reflexiones sobre lo que significa ver. Asimismo, aunque es una de las obras maestras de la literatura occidental, creo que esta obra utiliza ideas de la cultura popular para elaborar su poética. Finalmente, con su intricado juego de focalización, invoca la visión «en la calle», mientras que habla sobre el arte visual en términos irritantemente elitistas y no visuales.

De todos estos malentendidos, la equiparación de la iconicidad con la visualidad posiblemente sea la más dañina. Al igual que muchos otros ejemplos canónicos de teoría literaria, el famoso pasaje en el que Peirce define las tres categorías de signos según su justificación –algo que se parece mucho al código, pero no es idéntico a él, sino que es más amplio y menos rígido– ha sido excesivamente citado e insuficientemente leído. Sin embargo, vale la pena reproducirlo para recordar que no existe ninguna afiliación especial entre la iconicidad y la visualidad:

Un icono es un signo que poseería el carácter que lo hace significativo, aunque su objeto no hubiera existido, como la raya de un lápiz de grafito que representa una línea geométrica. Un índice es un signo que perdería de inmediato el carácter que lo convierte en signo si su objeto fuera eliminado, pero que no perdería ese carácter si no hubiera intérpretes. Por ejemplo, un plato con un orificio de bala sería el signo de un disparo, ya que sin el disparo no habría ningún agujero; pero el agujero está ahí, haya o no alguien con suficiente juicio como para atribuirlo a un disparo. Un símbolo es un signo que perdería el carácter que lo convierte en signo si no existiera ningún intérprete. Sería un símbolo cualquier elocución del lenguaje que significa lo que significa, sólo porque se entiende que tiene ese significado[35].

En el caso del icono, es el propio signo el que posee la justificación y, lejos de conducir al tipo de realismo en el que se apoya esa tendencia a equiparar el icono con la imagen, esta definición, al estar basada en la semejanza, estipula que el objeto –el significado, más que el referente– no necesita ser nada en absoluto («aunque su objeto no posea una existencia»).

Lo que define a la «raya» como icono es el hecho de que le damos un nombre diferente: «línea». Por citar otro ejemplo: la firma es un icono porque es independiente, no le debe su estatus ontológico a nada externo a sí misma. Se trata de un signo efectivo porque permite mentir, tal como indica la famosa definición de Eco (1976, p. 10). Se trata de un ejemplo de índice («un plato con un orificio de bala es el signo de un disparo, ya que sin el disparo no habría ningún agujero»), esto es lo que hace que los abogados escudriñen la firma con lupa para establecer su semejanza visual con la firma «auténtica», la garantía de su origen esencial en el cuerpo de la persona que constituye su significado. Según Peirce, no es necesario ningún intérprete para que exista un signo (aunque éste si es necesario para que el signo funcione como tal).

¿Está la iconicidad asociada a la semejanza, la analogía y la conformidad? Peirce no nos lo aclara. Pero ciertamente se trata de un signo que sí posee cierta cualidad de su significado. En el caso del significado visual, esto puede llevar a la semejanza si, y sólo si, esta cualidad es predominantemente visual, aunque el signo en su conjunto no lo sea[36]. El ejemplo que proporciona Peirce no es ni más ni menos visual que el ejemplo que da de un índice. Pero, sin la existencia del objeto, no tendríamos más medida que una supuesta semejanza: una semejanza que no es ni ontológica ni total y que no descarta la diferencia.

El elemento más importante en la definición del icono es su negatividad, ya que suspende la ontología del objeto. El «icono» es construido o concebido por el lector, el descifrador de signos que cada uno de nosotros es en su capacidad como Homo semioticus. En otras palabras, lo que hace que la noción de iconicidad sea importante para la lectura no es el hecho de que nos conduzca a un modelo «real» preestablecido, sino el hecho de que produce una ficción. Esto lo hace subjetivando el objeto icónicamente significado, a la manera de Benveniste, y enmarcándolo culturalmente, a la manera de los estudios culturales. Sería imposible hacer que una «raya» significara nada si no viviéramos en un ambiente cultural en el que circulan la geometría y la caligrafía basadas en la línea[37].

Por tanto, la segunda característica importante del icono así concebido es que sólo puede aparecer a partir de una simbolidad subyacente. El lápiz va dejando una «raya» como una huella, a medida que es guiado por la mano que lo proyecta. La superposición de las categorías es inherente a sus definiciones. En este sentido, los conceptos básicos de Peirce pueden ser útiles para el análisis de la visualidad literaria, de la poética visual, pero sólo si los reinterpretamos a través de la subjetivación del discurso de Benveniste.

Permítanme ahora llegar a una conclusión provisional, que afecta al estatus de los conceptos en el análisis cultural. Creo que es mejor pensar sobre la poética visual, sin tomar las definiciones y las limitaciones como punto de partida. Pero, para evitar ofender a los que se dedican a las humanidades en sus varias disciplinas, permítanme añadir que esta poética funciona mejor cuando su punto de partida primario –pero no su resultado– es la frontera innegable que separa las elocuciones visuales de las lingüísticas. Los intentos de producir textos inter-mediáticos dan fe de ella y la existencia de textos esencialmente multimediáticos como el cine o el vídeo no la contradicen en absoluto. Además, aunque no se puede negar el aspecto visual de la textualidad en general –el aspecto visual de la lectura–, la textualidad no puede aprehenderse de un vistazo. Un vistazo tampoco es una manera evidente de aprehender la imagen.

La visión sigue siendo lo que nos permite distinguir entre objetos principalmente espaciales y principalmente temporales, aunque ninguna de estas dimensiones puede existir sin la otra. Sin embargo, la diferencia entre ellos no es ontológica. Sólo tiene sentido activar la visión en el uso de los objetos. Una novela que no sea leída, sigue siendo un objeto mudo; una imagen que no sea leída, sigue también siendo un objeto mudo. Para volverse semióticamente activas, ambas requieren tiempo y subjetividad. Por tanto, la mejor manera de afrontar la cuestión de lo visual dentro de lo literario –de la poética visual– no es a través de la definición y la delimitación de un modo de clasificación que convierte la diferencia en oposición y el aire de familia en polarización jerárquica. La cuestión no es si los textos literarios pueden tener una dimensión visual, sino cómo lo visual se escribe a sí mismo y de qué forma un escritor o una escritora literaria pueden utilizar lo visual en su proyecto artístico. Un análisis que no invoque los conceptos semióticos para definir, sino precisamente para superar definiciones delimitadora y que siga el entretejido de los tres modos de producción de significado que jamás son «puros», puede ayudarnos a entender mejor una poética que a pesar de ser irreduciblemente lingüística no puede reducirse a una estructura lingüística.

 

EL VIAJE DENTRO DEL AULA

De acuerdo con lo que acabo de exponer, evitaré definir mis tres conceptos viajeros y dejaré que cada hacer con la mirada, la focalización y la iconicidad, juntas o por separado. Permítanme detenerme un momento para recapitular un poco. ¿Cómo se podría plantear una clase o un seminario dedicado a la cuestión de la que trata este capítulo?: ¿qué es un concepto y qué es capaz de hacer? Aunque temo dar la impresión de que esta guía trata de ser prescriptiva en lugar de descriptiva o sugestiva de una actividad pedagógica, correré el riesgo de finalizar este capítulo con una sugerencia para la enseñanza. Insisto en que la naturaleza de esta sugerencia es la de abrir posibilidades sobre lo que podría ser una clase, en lugar de cerrarlas. Supongamos que la primera parte de esta clase fuera la discusión que se ha presentado hasta ahora. La mayoría de la disertación trataría sobre estos tres conceptos afiliados, pero diferentes, situados en la frontera del territorio de lo visual. Las consideraciones que aparecieron al principio de este capítulo serían utilizadas cuando fueran necesarias.

La segunda mitad de la sesión consistiría en dar un paso atrás y preguntar qué son los conceptos y qué es lo que hacen, casi del mismo modo que una clase sobre una teoría en particular acabaría considerando la teoría en general. Por tanto, empezaría con una confrontación. Después de viajar por la ruta trazada hasta ahora, el conjunto de conceptos que forman la visualidad, la imagen, la mirada, la focalización y la iconicidad, podría contrastarse con el primer capítulo de ¿Qué es la filosofía?, de Deleuze y Guattari. De este texto se sacarían los siguientes «comienzos» o sugerencias, sobre cómo pensar los conceptos.

Los conceptos:
– están firmados y fechados (por tanto, tienen una historia);
– son palabras (arcaísmos, neologismos, se implican en ejercicios etimológicos casi dementes, esbozan un «gusto» filosófico); – son sintácticos (de una lengua, dentro de un lenguaje); – están cambiando constantemente;
– no son dados, sino creados.

Estas características se relacionarían con los problemas de lo visual que hemos comentado.

Volviendo a las sugerencias de Deleuze y Guattari, una segunda ronda de confrontaciones parecería ser necesaria. Aquí, las cuestiones generales no servirían tanto para caracterizar los conceptos como para revalorar lo que les hemos estado haciendo y lo que hemos estado haciendo con ellos. Deleuze y Guattari dicen que no existen los conceptos simples. Esto sirve para explicar sus múltiples aspectos y posibles usos. El sentido que tienen esos aspectos y usos sigue siendo el de articular, cortar y atravesar el entendimiento de un objeto en cuanto proceso cultural. En este sentido, un concepto-en-uso es como un intercambio entre primera/segunda persona. Asimismo, los conceptos están conectados a los problemas; de otro modo carecen de sentido. Utilizar los conceptos sólo para caracterizar o etiquetar un objeto significa retrotraerse a la primitiva actividad de la tipología, que tiene un sentido limitado además de limitante.

Por otro lado, los conceptos que utilizamos aquí, como todos los demás, están siempre en proceso de devenir, un proceso que implica desarrollar relaciones con otros conceptos situados en el mismo plano (ésta podría ser una buena oportunidad para explicar el principio estructuralista de la homogeneidad de los planos[38]). Cada concepto se relaciona con otros conceptos, por tanto, el examen de lo visual desemboca en un conjunto de conceptos. Sin embargo, sus componentes son inseparables dentro del concepto en sí. Como resultado, un concepto se puede ver como un punto de coincidencia, una condensación o acumulación de sus propios componentes. Por tanto, un concepto es tan absoluto (ontológicamente) como relativo (pedagógicamente). Y aunque sea sintáctico, según Deleuze y Guattari un concepto no es discursivo, ya que no vincula proposiciones (p. 22). Ésta, precisamente, puede ser la razón por la que los conceptos mantienen la flexibilidad que una teoría completa, elaborada discursivamente, tiene que perder. Para comprender en qué ha consistido nuestro itinerario hasta ahora, invocaría la afirmación de los filósofos de que los conceptos son centros de vibraciones, cada uno de ellos por sí mismo y con relación a los demás (p. 23); los conceptos resuenan en lugar de ser coherentes.

Sin embargo, al final de la sesión puede que el júbilo generalizado sobre la flexibilidad de la actividad académica necesite que se le recete una cierta cautela. De nuevo, el texto de Deleuze y Guattari nos sería útil. En una formulación aproximada, cuya utilidad va en paralelo a la facilidad con que la reconoce el sentido común, los autores caracterizan las tendencias disciplinares escribiendo que, a partir de los discursos o las frases, la filosofía extrae conceptos, la ciencia prospectos y el arte perceptos y afectos. Como el título de su libro ya había adelantado, esto atribuye a la filosofía la tarea y el privilegio de imaginar y diseñar los conceptos. De hecho, Deleuze y Guattari comienzan (p. 2) declarando que la «filosofía es el arte de formar, inventar y fabricar conceptos».

El lenguaje que utilizan para caracterizar los tres campos disciplinares puede ser algo problemático, dadas las connotaciones positivistas de la palabra «extraer» y la división del trabajo bastante rígida que implica. Pero de lo que se trata es de que la especialización se presenta implícitamente como colaboración. Este elemento de colaboración es lo que impide que la especialización sea rechazada, como sucede tan a menudo. Por tanto, considero que esta formulación de lo «que es la filosofía» puede aplicarse a la totalidad de las humanidades. Lo que se describe aquí como «ciencia» también podría entenderse como las motivaciones a largo plazo del trabajo académico. Y el «arte» se puede reconfigurar como «actividad». De esta manera de reescribir su sugerente frase, puede surgir un atractivo programa para las humanidades. Con este programa en mente acabaré este capítulo con un recuento de las consecuencias teóricas de cada uno de los conceptos que se discuten en este libro. Los siguientes capítulos se esfuerzan por trazar una versión totalmente parcial y personal, pero concreta, de este programa.

Deleuze y Guattari muestran debilidad por las metáforas, cuyo potencial «imaginativo» explotan constantemente. Esta debilidad resulta atractiva para el presente libro, cuyo objetivo es mostrar la enseñanza como actividad creativa. La explotaré tanto como pueda, sobre todo poniendo un gran énfasis en la metáfora y la imagen a tantos niveles como sea posible. Tras examinar el concepto mismo de metáfora en términos de la imagen en el capítulo segundo, lo pongo en práctica, estableciendo en el capítulo tercero una relación metafórica entre la actividad cultural y la teoría/análisis, una relación que a su vez se ve invertida en el capítulo cuarto. En el capítulo quinto, practico la metáfora desenredando dos conceptos afiliados y a menudo confundidos –«performatividad» y «performance»– para pasar de nuevo a confundirlos voluntariamente en una concepción integradora de la metáfora. Así pues, me refiero a la metáfora como integradora, como capaz de producir un mapa de carretera o un rizoma,

un paisaje o un escenario, a diferencia de la concepción monística que considera esta figura un simple vehículo. Se trata de una concepción de la metáfora como imagen que, como argumenta el segundo capítulo, puede representar una cierta concepción del lenguaje, de la traducción y de la historia.

El potencial productivo de los conceptos como imaginativos y como metáforas que crean imágenes se desarrolla más profundamente en los tres siguientes capítulos. En ellos, la naturaleza teatral del trabajo académico se vuelve cada vez más evidente. Los cimientos de esta particular imagen se sientan en el capítulo tres, mediante el concepto de mise-en-scène que precisamente tomo prestado del teatro. Esta tendencia a pensar teatralmente converge con la resistencia posestructuralista y postmoderna a las ilusiones de lo «natural», lo «verdadero» y lo «auténtico», que se han acumulado en la academia convencional, dominada por ese concepto clave del engaño: la «objetividad». Pero la alternativa al engaño no es abandonar cualquier «rigor» metodológico (rigor es una palabra detestable que utilizo un poco a la manera en que «bruja» se utilizaba en el primer feminismo y «maricón» en el pensamiento gay). En este sentido, la obra de arte que será mi interlocutor en el capítulo quinto es teatral. Forzando algo más la metáfora teatral para llevarla al campo de los objetos, el capítulo sexto, sobre la «tradición», trata acerca de una tradición específica, de una naturaleza profundamente teatral que, sin embargo, no puede desenredarse de la «vida real».

La teatralidad también será mi herramienta para desestabilizar la primacía dogmática de la «intención» en las disciplinas culturales. A pesar de Barthes y Foucault, que tan meritoriamente trataron de desafiar la «autor»-idad en las disciplinas culturales, la investigación sigue considerando la intención autorial como el único control al que se puede someter una interpretación desenfrenada. Prescindir de esa ancla dejaría la interpretación a la deriva, despojándola de cualquier criterio. Después de haberme enfrentado durante mucho tiempo a esta noción, que considero equivocada y dañina, ahora presento mi argumento en el capítulo 7, representando el debate que siempre me hubiera gustado tener. Pero quizás, dada la naturaleza teatral del debate académico, no ocupo la posición por la que abogo. En lugar de ello, propongo que se permita que el concepto de intención –con su larga historia, que lo vuelve casi catacrético– permanezca en el escenario mientras la tradición y el anti-intencionalismo continúan su combate.

Finalmente, la metáfora teatral regresa en el último capítulo, cuando me tomo en serio, literal y concretamente, la metáfora personificadora que nuestros filósofos invocan como la figura de la filosofía misma. En este punto, mi ejemplo de seminario casi llega a preguntarse hacia dónde nos pueden llevar todos estos viajes, qué posición podría ocupar un estudiante de análisis cultural que defendiera las muchas ambigüedades e incertidumbres que yo promuevo. Quizás sea el momento de decidir quiénes son esos estudiantes, y en qué consistiría un (futuro) maestro. Deleuze y Guattari invocan una persona conceptual (personnage conceptuel) de la filosofía griega: el maestro. Frente a esa tradición, yo concluyo con una figura del maestro, un gesto tan tradicionalista como teatral.

En la filosofía, esta figura suele ser el amante. En su libro What Can She Know? Feminist Epistemology and the Construction of Knowledge, Lorraine Code toma esta tradición y le da la vuelta. Para Code, la metáfora-concepto que mejor personifica su ideal es el amigo, no el amante. Además, la persona conceptual del amigo –el modelo de la amistad– no encaja en la definición de la filosofía, sino en la del conocimiento. Esta definición necesariamente toma el conocimiento como algo provisional. Si la autoridad del autor/artista, además de la del maestro, no está fijada, el lugar que ésta deja vacante puede ser ocupado por la teoría. Hace mucho tiempo, Paul de Man definió la teoría como «una reflexión controlada sobre la formación del método» (1982, p. 4). Por tanto, el maestro ya no tiene la autoridad para imponer el método; su tarea es sólo la de facilitar una reflexión continuada e interactiva. El conocimiento consiste en saber que la reflexión no se puede terminar. Además, utilizando una frase de Shoshana Felman, el conocimiento no es aprender acerca de, sino aprender de. El conocimiento no es una sustancia o un contenido que se encuentra «ahí fuera» esperando a ser aprehendida sino que, como indica el «cómo» del subtítulo de este libro, afecta a ese aprendizaje desde la práctica del análisis cultural interdisciplinar.

Dentro del marco de este libro y de la descripción que hace Felman de la enseñanza como la facilitación de la condición del conocimiento (1982, p. 31), el cambio, aparentemente pequeño, que Code establece desde el amante al amigo constituye, por lo menos provisionalmente, una forma de escapar del desencuentro entre la filosofía y las humanidades. La amistad es el paradigma de la producción de conocimiento, la tarea tradicional de las humanidades, pero se trata de la producción entendida como un proceso interminable, no como el prefacio a un producto. En contraposición a la pasión del amante, Code enumera las siguientes características de la amistad, como analogías de la producción de conocimiento:

***este conocimiento no se consigue de una sola vez, sino que se va desarrollando;

***está abierto a la interpretación a varios niveles;

***admite diferentes grados;

***cambia;

***en el proceso de construcción del conocimiento las posiciones

del sujeto y del objeto son reversibles;

***se trata de un proceso continuado pero nunca logrado;

***el carácter de más o menos de este conocimiento afirma la necesidad de reservar y revisar los juicios (1991, pp. 37-38).

Esta lista ayuda a distinguir entre la filosofía en el sentido más estricto de la palabra, como una disciplina o interdisciplina potencial, y las humanidades como un campo más general, organizado «rizomáticamente» según una práctica interdisciplinar dinámica.
La filosofía crea, analiza y ofrece conceptos. El análisis, al perseguir su objetivo –que es el de articular la «mejor» manera (¿la más efectiva, fiable, útil?) de «hacer», de llevar a cabo, la búsqueda del conocimiento–, pone estos conceptos en contacto con los objetos potenciales que deseamos conocer. Las disciplinas los «utilizan», los «aplican» y los movilizan, haciéndolos interactuar con un objeto, en busca de un conocimiento especializado. Pero, en el mejor de los casos, esta división del trabajo no implica una división rígida de la gente o los grupos de gente por disciplinas o departamentos. Tal división despoja a todos los participantes de la clave: un análisis cultural auténtico: una sensibilidad hacia la naturaleza provisional de los conceptos. Sin afirmar saberlo todo, cada participante aprende a moverse, a viajar entre estas áreas de actividad. En nuestro viaje por este libro, negociaremos constantemente estas diferencias. Seleccionaremos una ruta y pondremos otras entre paréntesis, sin eliminar ninguna. En esto se basa el trabajo interdisciplinar.

 

 

 

 

 

 

[1] Esta definición y todas las que aparecen al principio de cada capítulo son fragmentos de las definiciones del Longman Dictionary of the English Language (1991).

[2] Young (1990), comienza con este argumento. Recientemente, Spivak (1999) ha ofrecido una crítica en profundidad. Un breve recuento aparece en Ashcroft et al. (1998, pp. 118-121).

[3] La historia y la tradición, mis continuos interlocutores en el tipo de obra sobre el que trata este libro, son el tema sobre el que reflexiona mi anterior libro (1999a) y el capítulo sexto del presente volumen.

[4] Véase Goggin y Neef (2001) respecto a estos aspectos del concepto-palabra «texto».

[5] Pero este último término no será tratado aquí. El estudio del concepto de cultura requeriría por lo menos otro libro completo. Los de Hartman (1997) y Spivak (1999), son sólo dos ejemplos recientes de tales libros.

[6] Sobre la práctica del análisis cultural, véase Bal (ed.) (1999).

[7] Ciertas publicaciones como la famosa Keywords de Raymond Williams y más recientemente la versión actualizada de ese libro, Keywords of Our Time, de Martin Jay, dan fe del vínculo entre una mayor atención a los conceptos y una mayor interdisciplinaridad en la línea de los estudios culturales. Otra pista interesante que demuestra la necesidad de esta «guía de viaje» es el éxito del libro editado por Frank Lentricchia y Thomas McLaughlin (1995). Este libro, concebido explícitamente para los estudios literarios, incluye una definición de performance que presupone cierta definición de este concepto –la que dio lugar a la actividad llamada «arte de performance»– hasta tal punto que acaba siendo el único significado que se plantea, casi del mismo modo que cada uno de mis estudiantes ficticios arrastra con su propia noción evidente de «sujeto».

[8] Estas razones son la contrapartida del primer párrafo de este capítulo.

[9] El término original es preposterous, cuya acepción más común en inglés es «ridículo» o «absurdo». Este término ha sido desarrollado por la autora en su libro Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History (Bal, 1999a) (N. de la T.).

[10] El concepto narratológico «actancial» se refiere a unas posiciones, dentro de una estructura de papeles fija, que pueden ser cubiertas por diferentes «actores». Véase Narratology (1997b, pp. 196-206). Este concepto supuso la elaboración estructuralista, por parte del lingüista francés A. J. Greimas, de un modelo diseñado por el folklorista ruso V. Propp en la década de 1930 (1966).

[11] Aquí dejo intencionalmente en el aire la ambigüedad de «interés». A menudo, el dinero es un problema (secundario) en la dinámica académica. No sólo se trata de becas, sino también de los terremotos financieros que causan las dis- y re- atribuciones de las pinturas de los grandes maestros y las repercusiones económicas algo menos evidentes que causa la atención crítica que se presta a una letanía constante de artistas que de forma algo arbitraria se incluyen en el canon, junto con sus equivalentes anónimos.

[12] Véase Alcoff y Potter (1993) para obtener una revisión de varias epistemologías, incluyendo una crítica de la epistemología posicionada.

[13] Me desagrada la moda actual de romantizar el término «nomadismo», ya que trivializa la situación de aquéllos que no tienen casa y la existencia del expatriado. Por tanto, prefiero utilizar la metáfora del «viaje»; con la que gano el sentido de algo hecho voluntariamente, pero pierdo el sentido de un hábitat (móvil).

[14] Véase Van der Hart y Van de Kolk en Caruth (ed.) (1995) y Van Alphen (1997), que ofrecen un comentario teórico del trauma.

[15] La palabra «captura», aunque no su significado, viene de Stengers (p. 30).

[16] Véase la introducción de Bryson en Looking in: The Art of Viewing. De hecho, este texto fue uno de los motivos por los que tomé conciencia de la importancia de los conceptos. Algunos de los pensamientos de este capítulo son el desarrollo de mis ideas en las notas que cierran ese libro. Silverman (1996) ofrece un comentario excelente, de hecho, indispensable, sobre la «mirada» en la teoría lacaniana.

[17] Véase Bryson (1983), para entender la diferencia entre la «mirada» y el «vistazo», como dos versiones del mirar. Pequeñas modificaciones aparecen en Bal (1991a).

[18] El análisis de los escritos de Charlotte Delbo de Ernst van Alphen se titula, sugerentemente, «Atrapada por las imágenes» [Caught by Images, subsecuentemente publicado como Art in Mind: How Contemporary Images Shape Thought, 2005 (N. de la T.)].

[19] Véase, por ejemplo, Hirsch (1997; 1999).

[20] Vergonzosamente, en este caso, tengo que referirme a mi propia historia académica.

[21] Para profundizar sobre las redes de subjetividad, he de referirme a mi libro On Story-Telling (1991b).

[22] Un texto clave sigue siendo el primer capítulo «What is an Image» de Iconology de W. J. T. Mitchell (1995). La palabra «visualizar» [envision], da lugar a un concepto tentativo en Schwenger (1999).

[23] Esto sucedió varias veces durante mi trabajo sobre el Libro de los Jueces (Bal, 1988a).

[24] De nuevo, debo referir al lector a mi libro sobre el tema (1991a, capítulo 4).

[25] Ni siquiera tuve que apoyarme en conceptos tan notablemente imprecisos y engañosos como espectador implicado, por analogía con un autor implicado que permanece tenazmente problemático.

[26] Pongo «obsoletas» en comillas relativizadoras, porque se trata de una noción extremadamente problemática. Apoyándose en la moda y en el juicio de lo «pasado de moda», esta noción no da cuenta de lo que sigue siendo vital en esta idea compleja. Algunos de sus elementos han resultado ser insostenibles, pero no todos.

[27] Véase el capítulo de Spivak «More on Power/Knowledge» en 1993b, sobre este concepto, que subyace en mi interés por la intersubjetividad más allá de una metodología formalista a la Popper.

[28] Los escritos de Benveniste son totalmente claros e iluminadores. En inglés se han reunido en Benveniste, 1971. Kaja Silverman es una de las pocas estudiosas que ha tomado en serio el legado de Benveniste. Véase su Subject of Semiotics (1983) y mi reseña de este libro, reimpresa en On Meaning-Making (1994a).

[29] Curiosamente, esta última diferencia también define la diferencia entre el análisis literario y la tipología, quizás se trate de una analogía útil de la diferencia entre el análisis cultural y los estudios culturales. Genette respondió a mis sugerencias (1983) en una forma que encontré de lo menos provechosa. Este debate aparece en Bal (1991b).

[30] Esto se ha convertido ya en una consecuencia bien conocida del cuestionamiento de la «esencia» artística por parte de la deconstrucción. Sin embargo, tal como George Steiner ha demostrado, en absoluto se acepta de forma generalizada. Véase Korsten (1998), que ofrece un análisis crítico de la postura de Steiner. Sobre el estatus de la teoría como texto cultural, véase Culler (1994).

[31] Como he escrito en varias ocasiones –quizás de forma más explícita en la introducción de Reading «Rembrandt»–, aquél que hace un objeto no puede hablar en su nombre. Las intenciones del autor, aun si fueran accesibles, no ofrecen una ruta directa al significado. Sabiendo lo que sabemos sobre el inconsciente, incluso un artista despierto, intelectual y locuaz no podría conocer completamente sus intenciones. Pero el autor, o el analista que afirma hablar en nombre del autor, tampoco pueden hablar en nombre del objeto en ese otro sentido asociado sobre todo con la tradición antropológica. El objeto es el «otro» del sujeto y esta alteridad es irreducible. Por supuesto, en este sentido el analista tampoco puede representar el objeto adecuadamente: no podrá hablar de él, ni hablar en su nombre. Véase el capítulo 7 donde esta postura se desarrolla.

[32] Genette (1972) propone el concepto de focalización, que adoptó de Henry James, a través de un análisis detallado de Proust. Pero ni Genette ni James desarrollaron las consecuencias de ese concepto en un encuentro entre la literatura y las imágenes visuales. Sin embargo, teniendo a Proust como su caso de estudio, Genette tendría que haberlo hecho mejor.

[33] Incluso entre los semioticistas declarados, el uso de «icónico» para referirse a «visual» está muy extendido. Véase, por ejemplo, Louis Marin, quien a pesar de ser muy lúcido, está patentemente confuso respecto a la iconicidad (1983) y en ocasiones defrauda por ello (1988). Su volumen póstumo (1993) se enfoca menos en el torpe intento de equiparar el ver con los actos de habla y como resultado profundiza mucho más en el discurso visual.

[34] En el capítulo 2, la traducción se movilizará de otra manera.

[35] Peirce, en Innis (1984, pp. 9-10, las cursivas están en el original).

[36] Véase la oportuna crítica que hace Eco de los signos motivados –icono e índice– (1976), que define la semejanza en términos más ontológicos de lo que yo creo que puede atribuírsele a Peirce.

[37] Véase Neef (2000), que ofrece un recuento teorizante de este aspecto de la iconicidad.

[38] El libro de Jonathan Culler sobre Saussure (1986) es uno de los mejores intentos de explicar el estructuralismo a través de un caso de estudio concreto, en este caso, la teoría del lenguaje de Saussure.

 

 

 

 

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