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Georges Perros: Papeles Pegados

Georges Perros

PAPELES PEGADOS (fragmentos)

 

 

NOTAS SOBRE UN PREFACIO

 

Ciertos maniáticos no se resisten a depositar, como por instinto, al margen del libro frenéticamente desmenuzado, el producto casi ininteligible de su reflexión. Hacen otro libro, híbrido, con la obra leída.

Puede ocurrir que sus observaciones resulten más interesantes que el discurso que las ha provocado.

Siendo como soy, un empedernido hacedor de notas, ¿en qué otro lugar puedo escribirlas, de no ser al margen de ese inmenso libro abierto que es la vida? ¿Y qué es esta vida sino el texto del Otro, locamente interpelado?

No me apetece “escribir un libro”, ya tendré tiempo cuando esté muerto, según parece, tan ocupado estoy con mi devorante lectura, lleno de curiosidad y deseoso de no saltarme un renglón.

No me siento con la necesidad ni el valor de para una máquina a expensas de las demás. El placer del intento me resulta totalmente ajeno. Así, el mantenimiento de esta fábrica de lectura sin director se vuelve más difícil, más ingrato. Corre el riesgo de desbaratarse sin que yo lo perciba. El incendio puede estallar en el sur mientras yo me paseo por las playas del norte. Corre el riesgo de quemarse por completo, sin posibilidad de recuperar ninguna de sus piezas. Pero ese es mi deseo. La condición de mi placer. Morir juntos. Definitivamente inutilizable.

 

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Todo me sirve con tal de no perderme de nada de esta interminable lectura –trozos de papel, a veces higiénico, boletos de metro, cajetillas de cerillos, páginas de libros–. Estoy repleto. La mayor parte de estas notas, lo sé, están inacabadas. Y no quieren, no aceptan mostrase así, desvestidas. “Desnuda, de acuerdo, así soy hermosa, pero que me quiten las medias, la combinación. Que me peinen”. Puro asunto de forma. Por la forma. En el fondo, las tiene sin cuidado y yo no estoy muy lejos de pensar como ellas. Tal vez éste sea el precio que debo pagar por mi cansancio. Mi castigo. Me pregunto que habrá podido cansarme tanto. Estoy dispuesto a asumir la responsabilidad. A ser mi abogado de cargo. No me gusta mi cansancio. Y sé lo que busco al desembarazarme de los testigos de mi mal. Si mis recuerdos son fieles, se trataría de un intento por sustraerme a lo que me impide respirar.

 

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Sí, me doy cuenta de que en estas notas a menudo se trata de amor. No me sorprende. Lo que me sorprende es que no siempre sea así. Escuchándome vivir, me parece que ése es mi único tema, mi único apuro, mi único terror. Tal vez, mi único pesar.

 

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No sólo es amor. Al releerme encuentro orgullo. Es fácil criticarse. Ridículo. Por lo tanto es mejor dejar ese placer a los otros. Además, no me entrego a una “crítica”, sino a una constatación. Es curioso ver hasta qué punto uno puede juzgarse y hasta qué punto resulta inútil. Nunca escribimos lo que somos capaces de escribir. Es un tipo de justicia.

El orgullo, pues. Un orgullo que no me repruebo, pero que muchas veces me parece blandengue, inmaduro, que tiende a resaltar, pero al mismo tiempo resulta sentimental. Patina sobre un hielo sin consistencia real, que desea y teme el derrumbe, por miedo a ser reconocido. Ese orgullo es candidato al suicidio, no a la vida. A la muerte. Amor, soledad, sufrimiento, cuerpo, etc., todo esto no forma un manojo muy original, muy delectable que digamos. Sin duda, escribo y sigo viviendo para salir de este fango. Es un orgullo lancinante, que semeja un lamento. Que se parece demasiado a mí como para que pueda reconocerme en él.

 

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Todo lo chocante del amor o la amistad viene de mí. Únicamente de mí. No es real. Es pura imaginación. En un siglo como el nuestro debería resultar evidente. Pero no lo es. La gente sigue responsabilizando a los demás de sus malos pensamientos. La gente, es decir yo, quien sigo diciendo que la gente sigue…

 

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Así pues escribo para un escritor que tal vez seré yo mismo, aunque no precisamente. Le doy ideas, directivas. Le someto todo lo que me parece interesante, todo lo que recojo. Un día, cuando le dé la gana, tendrá que seleccionar. En cuanto a mí, si alguna vez llego más allá de cinco páginas, sin ruptura del ritmo, sin distracción tajante del hilo, es porque me dormí sobre el papel.

 

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La gente que he visto trabajar me ha fastidiado. Los simples artesanos, por ejemplo. No sé qué nefasto criterio de selección, fe, vocación, conciencia laboral u otras idioteces de este calibre introducen en su largo martirio, con lo cual sólo consiguen sustituir con ventaja lo que les falta. Lo esencial. La pereza es sin duda la más difícil, la más fatigante de todas las maneras de ser. Y el estado privilegiado por excelencia. Pero resulta imposible aceptarlo. Nadie quiere ser perezoso. No basta con dormir, con tenderse sobre la arena, como aguardando eternamente la muerte. Al contrario. Es el estado nervioso por excelencia; pero incapaz de ligarse a algo, de dejarse ayudar, de entrar en un engranaje conocido.

 

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Hacedores de notas, contrabandistas de la literatura. (La venganza, por lo general, consiste en publicar sus cosas después de muertos. Por mi parte, con vitrina o sin ella, me parece un poco excesivo matarse para darles un destino póstumo. Envejeceremos juntos, sin duda, aunque no en los mejores términos.) Son fraudulentos. Como el bañista que sólo se moja los pies en el agua, sondean el océano espiritual con la punta de una pluma ácida, pero desengañada; son lo suficientemente desenvueltos como para responder “no” cuando les preguntan si escriben, si los demás se lo preguntan. Amarga o feliz recompensa, según los temperamentos; recompensa lógica, merecida.

 

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Me percato muy bien de que puede ser, de que se puede hacer algo totalmente distinto. Sé que no me interesa para nada ese tipo de expresión. Reconocido –con o sin razón– como bastardo; y que el placer que encuentro en las notas de los otros lo hallo perfectamente nulo en mí mismo. Pero el hecho está ahí, me doy cuenta de manera algo brutal: desde que empecé a escribir, y esto se remonta –¿por qué se remonta?– a muy lejos; es la miserable nota a la que pido el transfert. Esta constancia, esta fidelidad esconde algo. Una pereza congénita, una dolencia, un diletantismo, qué sé yo. Busquemos.

 

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NOTAS SOBRE LA NOTA

 

Cualquier nota aguarda su sitio. Ésta podría servir de punto central a una novela; ésa, comenzar una carta; aquélla, estar “fechada” y encontrar su hora en un Diario. La nota es huérfana. La literatura comienza el día en que, para darle valor a ese derecho, hallamos el ingenio y el tiempo para escribir una novela, una carta, para llevar un Diario. Es precisamente de lo que me siento incapaz, sin que por ello me decida a matar cualquier disciplina.

Pasa lo mismo cuando se hace el amor. Es indispensable una mujer. Pero es demasiado, o demasiado poco. Un sexo sería diferente. Dos senos, labios y una cabellera. Cierto movimiento que animaría todas estas maravillas. De manera que, al fin y al cabo, haría falta una mujer. Pero no hecha, sino por hacer.

La mayoría de los hombres operan a la inversa. Escogen primero a la mujer ya “confeccionada”. Luego, le desprenden el sexo, etc., y lo llevan con ellos a todas partes. Sexo de bolsillo.

 

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Con todo, la nota existe. Está muy cerca de un propósito. Dice lo que quiere decir. Es ingenua porque confía. Deja a la inteligencia del otro la libertad de terminarla, comenzarla o ingerirla. Es perezosa y no le interesa en lo más mínimo que la entiendan. Ni que la tomen al pie de la letra. Prefiere sonar, resonar. Su autor y su lector deben quedar indemnes. Posee una rabiosa inclinación a la autonomía, a la libertad. Nada tan poco familiar, a pesar de las apariencias. Nada tan poco “humano”. El trato le es indiferente. Es eminentemente coqueta, pues se muestra sólo con el propósito de ser observada, de ser “notada”. No desdeña dejar un recuerdo imperecedero. Más a través del perfume que de la palabra. (Le encanta la paradoja…) Su cuerpo se halla en el límite de lo fantasmal. Sugiere. No insiste nunca; hace sufrir –o lo desearía– sin hacer gozar. Digamos que es la esencia femenina.

 

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Me olvidaba: es impaciente. No tiene tiempo. Nunca se demora.

 

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El cuerpo de la nota: a veces le falta un ojo, un pie. Cojea. O es miope y habla con la boca cerrada. No comprende. No se comprende. No hay nada tan obstinado como ella. Y si no le apetece ensimismarse voluptuosamente, es inútil forzarla.

A veces hallamos música, ritmo, color, equilibrio, el porqué y el cómo de la nota en la última palabra. En el signo de admiración, en los puntos suspensivos –cuidado con éstos–. En una coma. También a veces no oímos nada. Está nevada. Dejar que se vaya es peligroso, arriesgado.

 

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El sueño que vuelve a la nota digna de ese nombre es escapar a su naturaleza fugitiva, a su crisálida sin salida, a su eventual distribución, a su ahogo en lo general. El despedazamiento, el salto, la tentación y la pérdida de la nota, es el aforismo. Hemos llegado. Ahora acorralemos al animal.

 

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La muerte nos impone el momento de “amar” a los seres. Se espera la muerte de las personas queridas para amarlas sin pudor. Sólo frente a una tumba es aceptable y aceptado llorar de amor. La vida no permite, no soporta ni de un lado ni del otro, ese amor.

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Ni la soledad ni el amor –nada es ideal–. Ningún ideal soporta un segundo la mirada despiadada de la verdad, la cual, a su vez adopta la apariencia de ideal. Expresión de orden o desorden, mitología portátil, caja con escondites. Dios. Todo es útil a los hombres para pasar las aduanas sucesivas. No se dan cuenta de que los aduaneros cierran los ojos, de que no hay castigo ni recompensa. De que pueden hacer lo que quieran. De que sólo les incumbe a ellos mismos. De que se les deja en libertad. De que pueden robar, hacer trampa, y no tienen por qué sentirse culpables ante nada ni ante nadie. De que si el miedo les impide hacer lo que creen que está mal, es porque confundieron todo. De que pueden sacarle los ojos a su miedo, de que nada les prohíbe nada. Y, finalmente, de que su soledad –su libertad– es tan absoluta que resulta inútil y vano gritar a la muerte, cantar a la vida como animales puros, que no son. Se inventan terrores para darle importancia a sus actos. Dios no es el más inofensivo. ¿Pero cómo otorgarse la recompensa de creer? Dios es y no puede dejar de ser increíble.

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Lo que vale la pena vivir es invisible y, paradójicamente, sólo adjetivable a través de un tercero ideal. Amor, humor, fenómenos imposibles de discernir a riesgo de anularlos. Son tan poderosos que nos permitimos hablar de ellos como si supiéramos de qué están hechos, como si el lenguaje, a ese nivel, fuera una sensación sufrida de pies a cabeza. Al decir «Te amo» decimos todo pero sólo se vale si no amamos, es decir cuando aún estamos al tanto, al corriente de las palabras posibles. Al parecer, sólo la muerte destruye esa ambigüedad. Resulta absolutamente imposible decir «Estoy muerto». Pero está permitido decir «Te amo”. (Recomendado.) Lo admirable es que, cuando amamos, cuando estamos poseídos, podemos decirlo con abandono, sin cambiar nada, sin desordenar nada. Por eso, en el mismo estado, decir «No amo» es cantar. Cuando ese estado, cantarín por excelencia, no depende de ninguna solicitación exterior –mujer, alcohol, etc.–, estamos en poesía.

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La provincia. Uno no se imagina hasta qué punto el hecho de recibir noticias demasiado tarde anula la gravedad de los acontecimientos, hasta qué punto nos vuelve inconscientes de nuestra impotencia frente a su marginalidad. Pero el hombre es una provincia incomparablemente más lejana que cualquier exilio.

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Mentir es divinizar a otro.

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Habría que escribir un diario como pinta Picasso. Un diario deformante, que manifestara un arte sin perder de vista el martirio evidente que consiste en ser su esclavo, sobre todo en el campo de la sensibilidad, que nos rige, que nos decreta, que nos mueve.

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Durante mucho tiempo se creyó que bastaba con escribir para ser poeta. Se podría igualmente decir que basta con cantar bien y decir misa para ser santo de iglesia. La fe no es una creencia, sino una certeza, la cual deja desnudo, mientras que las creencias visten. Sagrado: resina de todas las cosas.

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Hay que escribir al rojo vivo.

 

 

OTRAS FRASES

 

***El erotismo, es dar al cuerpo los prestigios de la mente.

***La lectura, resurrección de Lázaro, levantar la losa de las palabras.

***Aunque la literatura produzca desechos, cuando menos intenta educar a su hombre. El asunto está en escucharse. Todos, o casi todos los oficios son oficios de desechos. La literatura es uno de los raros ejercicios que exigen del hombre una voluntad singular, una conducta de existencia que retrasa el progreso de una mediocridad que nos es natural.

***La pereza es probablemente la forma más difícil y cansadora de ser lo que se es.

***Somos fabricantes de memoria.

***Fiel a sí mismo, es decir, fiel a su futuro, no a su pasado.

***Escribir es renunciar al mundo, implorando que el mundo no nos abandone.

***Amar es darle a alguien el derecho, sino la obligación, de hacernos sufrir.

***El pensamiento es un acto religioso. Para cualquier hombre que piensa, Dios sólo puede ser un pleonasmo.

***El hábito es el animal que llevamos dentro.

***Mentir es hacer divinizar a los demás.

 

 

Acerca de Placeres Textuales

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